Mercedes Arancibia
Silencioso e inmovilizado en un sillón de ruedas desde hacía una década, el más célebre de los realizadores japoneses, Nagisa Oshima, ha muerto el 15 de enero 2012, a los 80 años, y con él desaparece una de las piedras angulares de la modernidad cinematográfica, uno de los más eminentes miembros del viento de renovación que sacudió en los años 1970 los platós de todo el mundo y terminó con el convencional lenguaje cinematográfico que todos sus antecesores practicaban, desde los orígenes del cine sonoro, para dar paso a una generación de provocadores iconoclastas que exploran las contradicciones sociales de sus respectivos países y que en Japón se identifica con la obra de Oshima.
Sin decir una palabra después de Gonatto (Tabú, 1999), “espléndida película estilizada de samuráis” según la publicación suiza cristiana La Croix, Oshima se había ido desdibujando progresivamente del panorama cinematográfico mundial tras un accidente cardiovascular que le dejó medio paralizado en 1996. Hospitalizado desde hacía un año, finalmente ha sucumbido a una infección pulmonar apenas tres meses después de la desaparición de Koji Wakamatsu, especie de alter ego que fue su productor en El imperio de los sentidos, la madre de todas las películas de Oshima.
En 1960, el cineasta enamorado de la nouvelle vague francesa y polaca de los años 1950 causó un gran escándalo en su país con la película Noche y niebla en Japón (un título homenaje a Alain Resnais), reflexión sobre los acontecimientos políticos de los años anteriores que a los cuatro días fue retirada de las pantallas japonesas por obra y gracia de la censura. Oshima abandonó entonces la Shochiku, poderosa productora japonesa con la que había trabajado hasta entonces, en la que entró como aprendiz cuando dejó los estudios de ciencias políticas en la Universidad de Tokio, y donde fue sucesivamente ayudante de realización y guionista antes de rodar su primera película en 1959, Una ciudad de amor y de esperanza.
Noche y niebla en Japón es la tercera entrega de una trilogía que comenzó con Cuentos crueles de la juventud y siguió con El entierro del sol. Oshima la rodó sin que la productora lo supiera porque en la historia que cuenta cuestiona la renovación del tratado de defensa firmado entre Estados Unidos y Japón después del lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Hijo de la guerra –había nacido en 1932, en el período entre las dos conflagraciones mundiales-, innovador, rebelde, crítico, ácido en su vertiente de humor, Oshima, “el Pasolini japonés”, ha sido el más importante de los cineastas japoneses contemporáneos y “uno de los artistas que más han contribuido a la modernización de un imperio obstinadamente conservador” (Alain Riou, Le Nouvel Observateur).
Después de múltiples experiencias cinematográficas y literarias independientes, en un país donde no se dejaba apenas espacio a la improvisación tras la derrota y la humillación de la guerra, después de una serie de películas duras, desesperadas, lúcidas, “que miran de frente las angustias y los fantasmas del Japón contemporáneo” (Thomas Sotinel, Le Monde) – Los placeres de la carne (1965) analiza fríamente, en blanco y negro, la descomposición de los valores familiares y patriarcales; Ahorcamiento (1968) es un alegato contra la pena de muerte –, Oshima encontró un productor francés, Anatole Dauman, dispuesto a arriesgar en el proyecto de contar la “historia de la sexualidad secreta de la burguesía japonesa.
Oshima va mucho más lejos de lo que había imaginado y las imágenes rodadas para El imperio de los sentidos serán tan crudas, tan explícitas que resultaba imposible confiar el revelado a un laboratorio oficial…”. Se enviaron los negativos a Francia, etiquetados como “película turística”, y allí se efectuó el revelado y montaje final de una de las películas más impúdicas, más escandalosas y más admiradas también de toda la historia del cine.
Animado por el éxito mundial, después vino El imperio de la pasión, recibida con mucho menos escándalo por la industria internacional, y de nuevo el rechinar de dientes con Furyo, una historia situada en 1942 - interpretada por David Bowie y con música de Ryuichi Sakamoto- en un campo de concentración japonés donde se somete a torturas a los prisioneros occidentales, que causó enorme desasosiego entre los asistentes al Festival de Cannes 1983; lo mismo que ocurriría tres años más tarde con Max, mon amour, en la que el personaje interpretado por Charlotte Rampling engaña a su marido con un chimpancé…que, en uno de los rasgos de humor característicos del cine de Oshima, la espera en una casa de citas.
Muchos años después, Oshima dedica una docena de ellos a la redacción del guión de la más intimista de sus películas y también la última (su canto del cisne, aunque eso él no lo sabía entonces): Tabú, que aborda la homosexualidad en la historia del ejército japonés. “Una elegante manera de pasar el relevo a la generación siguiente” (Les Inrocks).
Entre el primer corto de 1959 y el Tabú de 1999, el legado de Nagisa Oshima se compone de 25 películas, 4 cortometrajes anteriores a 1965 y 25 trabajos para televisión –entre provocación y censura- donde los cineastas pueden aprender desde escritura de guiones hasta movimientos de cámara, iluminación o encadenado de secuencias. Mezcla entre otros ingredientes de política y sexo, dos de las grandes obsesiones de la humanidad, la obra de Oshima es una inagotable lección magistral de cine del mejor.
Sigue la actualidad de Periodistas en Español en nuestro
Esta dirección electrónica esta protegida contra spambots. Es necesario activar Javascript para visualizarla
.
Indica nombre, apellidos, profesión y país.
