Lo que voy a escribir irritará a varios de mis amigos españoles y franceses. Para los lectores ajenos, debo aclarar que por razones diversas, personales y profesionales, me muevo desde hace años entre París y Madrid. Desde hace menos tiempo, también entre Madrid y Bruselas. Me siento un extremeño-madrileño en la Glorieta de Bilbao; “un parigot” en el boulevard de Batignolles. Un “brélien bruxellaire” en la zona de Sint Kateljne/Sainte-Cathérine, donde viví dos años. Y que se vayan a hacer puñetas los que crean que soy un esnob por decirlo; más bien, quizá, un inestable desigual. Un deambulador, si eso existe. Y persisto mientras las circunstancias me lo faciliten. Trato de observar lo que se dice, aquí y allá, lo que se hace, y sobre todo, lo que se calla. El machismo francés es parte de ello.
Francia es el vecino mayor de referencia, tanto en España como en Bélgica, sobre todo entre su comunidad francófona, que se agrupa en una institución llamada –oficialmente- Communauté Française de Belgique. París es siempre el hermano mayor, que da consejos y te mira un poquito de soslayo. Las razones son humanas e históricas (merci Napoléon), incluso geográficas. Los belgas en los chistes franceses son los de Lepe. Y no han desaparecido del todo las burlas por su acento, aunque cada vez menos. Porque aún hoy más de un francés se ríe porque los belgas hablan con acento belga (¿cuál de ellos?, hay varios). Y además porque hacen cuentas diciendo “septante” (Belgica) donde los franceses dicen “soixante-dix”, dicen “bourgmestre” y no “maire”, dicen “chicons“ y no “endives”.
En Francia, uno sufre –también de vez en cuando- esos tópicos vulgares. También los entusiasmos excesivos de los muy hispanófilos. En una ocasión me tocó escribir el prólogo de un librito-manual para uso de franceses qui quieren trabajar al sur de los Pirineos (“S’installer en Espagne”, editado en 2001). Tuve que dirimir con el editor nuestras diferencias. Él esperaba de mí un elogio único de la lujuria del sur, el sol permanente y las noches interminables en los bares. Mi prólogo resultó barroco y más largo de lo necesario. Y el día antes de que el librito fuera a imprenta, yo no había tocado una sola coma. Pero cedí y las toqué todas para despejarme de aquel asunto. De todos modos, los tópicos son tan fuertes que uno termina fingiendo que se los cree. Viene esto a cuento porque en España hay una franja social -tradicional o de izquierdas –tan vehementemente francófila como los hispanófilos de allá. Y como en este lado de los Pirineos, se impone la costumbre quevedesca de autoapuñalarse como nazarenos en Semana Santa, hay poco que hacer. Poco importa que sea una cierta izquierda, que no discute lo que viene del otro lado de los Pirineos: allí cortaron la cabeza a un rey y aquí no. Esa idea pesa siempre. Pero yo no puedo evitar reconocer la historia, pero detestar la frase: “Esto sólo pasa aquí”. Si nos vamos a otros países, sobre todo latinos (Italia, Argentina) o árabes, volveremos a escucharlo para hablar de corrupción, desorganización, abusos o quiebra del derecho. Que la frasecita sea un lugar común y que tampoco defina mucho, no sirve tampoco para nada. A veces, toca callarse.
En una ocasión, me topé con un parisino amistoso que me elogiaba los avances sociales de Zapatero, “dans un pays aussi catholique”. Me tocó las pelotas con la frasecita. Le dije –no sé si con razón, no pienso comprobarlo- que iba más gente a misa en Francia que en España, que se bautizaban más (no pienso mirar las estadísticas que me ofrezca la Iglesia). Creo que a él eso le importaba más que a mí. Y me atuve al porcentaje de contribuyentes que marcan la casilla “Iglesia Católica” en la declaración de la renta. Y como siguió diciéndome otra vez la misma monserga de “en un país tan…”, al hablarme de la aprobación del matrimonio homosexual, le recordé que las ciudadanas españolas tuvieron derecho al voto en la República Española en 1931; en la Francia republicana, no sucedió hasta el final de la II Guerra Mundial. Ni con Frente Popular francés. “Chacun son histoire pénible, mon pote”, le dije para fastidiarle más tomándome confianzas a la madrileña. Empezó una pequeña discusión. Me citó al alcalde de París, Bertrand Delanoë (alcalde gay de París, también con mi voto de europeo entonces residente en París) y a Simone de Beauvoir. Era un arquetípico “donneur de leçons”, desabrido donde parecía amigable. Entonces, le señalé que la supresión de la pena de muerte (y su aplicación) tuvo lugar en España mucho antes que en Francia. La suspensión legal llegó allí en 1981, con François Mitterrand; pero la prohibición constitucional no llegó ¡hasta la presidencia de Chirac, en 2007! En España, los últimos ejecutados por pena de muerte lo fueron con Franco aún vivo, en 1975. En Francia, el último guillotinado lo fue en 1977, nada menos. A un lado y otro de los Pirineos me recordarán, el franquismo, sí, y claro, ahí me tengo que callar; pero la verdad histórica, legal, sobre esos dos avances progresistas (el voto de la mujer y la supresión de la pena de muerte, nada menos), es que llegaron antes a nuestro sur. En España, la supresión constitucional total llegó en 1995, doce años antes que en Francia.