A Isabel Mtnez. Reverte, que anima el debate mensual de los Descartes (y descartados)


Ir-vos-ao caralho! Filhos de puta!” La  madre de Américo, “el portugués”, salía para insultarnos. Eran días de dictadura, tiempos de salvajismo, represión, pobreza y barbarie generalizadas. “Verás como habla, qué risa”, me dijo la primera vez alguien. Algunos fingían equivocarse con el punterazo hacia la portería imaginaria; pero lanzaban el balón –conscientemente- contra la puerta de una casa donde vivía una familia portuguesa. Luego, la pobre mujer cerraba la puerta, humillada, ante las carcajadas infantiles, crueles: “Vai a puta que te pariu!”, añadía. ¿De qué lugar de Portugal venía? En cualquier caso, eran pobres entre pobres. Aquella señora no hablaba castellano: eso la convertía en víctima propiciatoria, parte de una minoría procedente de la frontera más cercana. De Portugal, claro. La raya (a raia) de Extremadura y Portugal está llena de viejas historias de pobres, significados asesinatos políticos y contrabando, incluso en una zona más alejada de la frontera como Las Villuercas. En aquel tiempo, aprendí que preguntar si había café en el comercio era equivalente a decir: “¿Ha venido el portugués?” El contrabando era asunto de ambos lados de la raya. Y recuerdo que alguien de la familia me dijo que teníamos un antecedente portugués en la familia. Mi abuelo paterno, a quien nunca conocí, tenía como segundo apellido Acosta.
   Hace un par de semanas, el hombre mayor de las familias gitanas que viven en mi pueblo de origen, tomó unos vinos conmigo y otros parientes. Siempre nos hemos tratado con amistad y cariño mutuos. Estaba con dos nietos universitarios que son ejemplo de su éxito personal. Me dijo que él decidió –y pudo- romper con su dura vida itinerante porque recibió allí la ayuda de dos o tres lugareños. Me dijo sus nombres. En otras poblaciones, el hostigamiento de las autoridades y del vecindario había sido siempre generalizado. En los argumentos de ese abuelo gitano (no sé si sabe leer), y con quien me honro en compartir escenario tribal, descubro una historia remota; pero también el compromiso con la realidad. Al viajar, yo siempre-siempre escucho música de J.J. Cale.

Me acuerdo de él al oír I am a gipsy man who’s travellin’ the land / He’ll be leavin’ in the morn I’ill be leavin’ too. De modo que mis primeras aproximaciones a las minorías persisten: gitanos y portugueses. Me he acordado de esas historias de mi infancia a la hora de participar en un debate sobre las minorías en Europa.  

 

 

 

Según la idea oficialmente impuesta, en la España de finales de los años 50 del siglo XX, no había ningún tipo de “minoría”. De vez en cuando aparecía por nuestra localidad un pequeño circo, con animales. Llamábamos “húngaros” a las gentes de aquel grupo; quizá eran cíngaros (gitanos centroeuropeos). En otra ocasión, el marido de una pariente nuestra, me dijo –yo tendría 6 ó 7 años- que en España se hablaban otros idiomas. Me los enumeró. Para mí fue sorprendente; otro indicio de “minoría”, que no aparecía en mis textos escolares. En la Enciclopedia Cíclico-Pedagógica, de José Dalmáu Carles editada en Gerona (Girona) y Madrid no se mencionaba. Tampoco en la Enciclopedia Escolar de 2º Grado de la editorial Edelvives (publicada hacia 1950 y tantos), donde –curioso- sí aparece un ejercicio (muy breve) sugiriendo la “incorrección” del dialecto andaluz (¿cuál de ellos?). Era cercano a mi propio idioma y a mi fonética de entonces, a medio camino entre el castellano manchego, el castúo de Luis Chamizo y el dialecto extremeño-leonés de José María Gabriel y Galán, habitual entonces en una parte de la provincia. No decíamos “ve a casa de tío Pedro el Moro”, sino que utilizamos una contracción extraordinaria “ve ancá’l Moro”; en mi zona los verbos terminaban en “l” y herir se decía “jheril” (herir); un autobús era un “saure”; “está ahí” se decía “velequile”. Aún era un niño cuando, en el instituto El Brocense, oí hablar a uno de San Martín de Trebejo. Utilizaba el “manhegu/mañegu” de su pueblo (“a fala”), esa variante del galaico-portugués que se utiliza en tres pueblos de la provincia de Cáceres. ¿Éramos una minoría nosotros también? En una versión más moderna de aquellos textos escolares únicos, la Enciclopedia Álvarez (para el Tercer Grado), se esbozaba algo todo aquello: “Los dialectos carecen de tradición literaria, es decir, no poseen obras importantes escritas en ellos. En España, podemos considerar como tales el bable asturiano, el extremeño y el andaluz. El catalán, el gallego y el vasco tienen, en cambio, categoría de idiomas y el valenciano es una variedad del catalán”. Es una edición de los años de “apertura” de Manuel Fraga (1966).

Mi propio dialecto de la infancia casi ha desaparecido. Mi casero en Bruselas, el extraordinario caballero flamenco Paul de Bièvre, un antiguo marino y resistente, deploraba la desaparición de los dialectos de Flandes, devorados por la “normalización” lingüística impulsada por el nacionalismo: “Los míos se han vuelto locos con el idioma”, me señaló, él que hablaba todas las lenguas. En Flandes y el País Vasco, los clérigos católicos preservaron la lengua tradicional para oponerse al virus de las ideas revolucionarias que traían el francés y que importaba el castellano. Luego, la religión dejó de ser considerada en esos territorios elemento básico de la identidad y pasó a serlo el idioma, a medida que se fueron estructurando las ideas nacionalistas desde el siglo XIX y el romanticismo. La construcción literaria de los idiomas minoritarios, sin embargo, es histórica y muy anterior. El euskera unificado (batua) es del siglo XX, pero ya había palabras en euskera en las Glosas Emilianenses. En 1545, el cura vasco-francés Beñat  Exepare (Bernard Detchepare) publicó la primera obra escrita por completo en esa lengua. 

La implosión de las identidades en el siglo XXI

La guerra fría pareció congelar la geo-estrategia y las ideologías; también los conflictos étnicos y culturales. Explotaron tras la caída del muro de Berlín. A la perestroika siguió la implosión de la URSS. La onda expansiva rebasó todas las Europas, alcanzó África, que revivió conflictos olvidados donde recordábamos Katanga (de algún modo aquel horror continúa) y Biafra (antecedente de los conflictos nigerianos). En América Latina, Chiapas, el ascenso político de los indígenas en Bolivia o Ecuador, los conflictos centroamericanos, los mapuches de Chile son muestra de la rebelión indígena de las minorías (que no siempre lo son). En Asia, se prolongaron querellas territoriales y étnicas procedentes de la época colonial (cachemires entre India y Pakistán, grupos tribales, castas bajas y naxalitas de India nororiental; uigures y tibetanos en China, minorías chinas en otros países; karen de Tailandia). La historia no parece resolver, sino  arrastrar los conflictos de las minorías. Los imperios británico y francés eran injustos e insostenibles; el soviético también. Pero todos ellos fueron -a la vez- sugerencias primarias de la globalización. Habían desaparecido ya Austro-Hungría y el Imperio Otomano, que quizá, fueron ciertamente “cárceles de pueblos”, pero también intentos aristocráticos de armonización impuesta, por arriba.

De modo que en el siglo XXI, junto a esas circunstancias políticas, a las nuevas tecnologías de la información y a la globalización (política y financiera), se multiplican los flujos humanos. Las identidades pueden ser estables, también porosas. Tengo un amigo holandés frisón, un amigo italiano sardo, varios amigos irlandeses de Belfast y Dublín (Marie vive en Torrejón de Velasco). Hablamos y vemos (por Skype) a amigos/familiares que están en Hawái. Trabajo en la distancia con un amigo ruandés con pasaporte británico que vive en Bruselas, donde aprendí a conocer la difícil entente de flamencos y valones. He debatido, y sigo debatiendo, con mi familia adoptiva india los enfrentamientos (periódicos) de hindúes y musulmanes, también su concordia a lo largo del tiempo. Recuerdo conversaciones perdidas, pero no siempre por qué tuvieron lugar o incluso en qué idioma se habló. En general, eso es positivo. Lo peor también sucede: un imbécil quema un Corán en Texas y otros matan a gentes inocentes, ajenas a ello, en cualquier lugar del planeta. Profesional, pero también personalmente, me impliqué en los escenarios de conflicto de Argelia, Irlanda del Norte y la ex Yugoslavia, donde dejé amigos apasionados y sigo -con el tiempo- acercándome a otros nuevos. Me fascinan todas las culturas, pero más las que están en minoría, las desaparecidas o casi totalmente desaparecidas: los acadianos de Estados Unidos, los pied-noirs, los sikhs (sijs) de Londres, los serbios de Gračanica. En mis viajes en solitario escucho baladas irlandesas (versiones de The Pogues & The Dubliners), de Quebec (Félix Leclerc, La botine souriante), al difunto Joe Strummer & The Mescaleros o cantos de Argelia (Cheikha Rimitti).

 Querría disponer de vocabulario de todas sus viejas historias (serbias o en amazigh); de sus colores (la camiseta del Celtic de Glasgow, pride of Ireland, está al lado de la del Athlétic, aúpa); de India (he bailado en Delhi con eunucos en una ceremonia familiar hindú). Sé recitar y pronunciar en sánscrito el Gayatri Mantra aunque nunca logré aprender bien su significado. No importa. Un amanecer, en 2007, en Benarés, junto al Ganges, le gasté una broma a un estudiante de teología hindú y le hice creer que su escritura había producido por mi parte una repentina, “milagrosa”, elocución de esa letanía contenida en el Rigveda. El mundo actual me facilita que sea así. Me he prometido a mí mismo aprender el haka de los maoríes que me resulta física, intelectualmente, irresistible. Es imposible no sentirse fascinado por ese ritual que me transmite optimismo y energía.

Las redes imaginarias, según Appadurai

El pensador y antropólogo indio Arjun Appadurai  cree que la imaginación planetaria fluye a velocidad de vértigo –irremediablemente- y potencia hoy la vitalidad de las minorías en los campos mediático, étnico, tecnológico, financiero y en el terreno de las ideas. Dice que la minoría tamil de Sri Lanka es un caso señalado de población minoritaria que –extendida por todo el planeta- se mantiene hoy en contacto muy estrecho, sin circunscribirse al territorio originario; pero refiriéndose siempre a él. Me recuerdan a los kosovares de Suiza o Alemania. A veces, para la solidaridad; a veces, por desgracia, eso sirvió para extender la violencia: “Grupos tan diversos como el IRA y las Brigadas Rojas se conectan a grupos similares de Oriente Medio, Asia y otros lugares para crear violencia a gran escala en el corazón de la vida diaria: cafeterías, eventos, deportivos, centros financieros, estaciones de tren y autobús” (Appadurai). Lo mitológico y lo real se entrecruzan desde muy lejos. El deporte de masas, la música y las imágenes nos han transformado. ¿Qué es hoy una minoría? ¿Quiénes son los míos? Sí, tengo algunas certezas respecto a mi origen. Soy europeo, hablo español (castellano), pero también puedo expresarme en otros idiomas. Quiero contar mi historia, pero me fascinan las de muchos otros. La comunicación ofrece posibilidades nuevas al imaginario colectivo: “La imaginación se ha convertido en un campo organizado de prácticas sociales, en una forma de trabajo (en el sentido de tarea laboral y de práctica cultural organizada), y en una forma de negociación entre los puntos de acción individual y campos definidos de posibilidades globales. Ese desencadenamiento de la imaginación enlaza con el juego de las amalgamas (en ciertos aspectos) del terror y de la coerción de los estados y de sus competidores”. Piensan que la solución es hacerse con los mecanismos de poder tradicionales de los estados-nación. Por el contrario, desde aquí mismo, el escritor libanés Amín Maalouf señala: “Europa debe dirigirse a los ciudadanos, no organizar las relaciones entre las tribus”.

En mi aula escolar pueblerina, los mapas eran amplias gamas de colores distintos de imperios dispersos, que simplificaban el mundo. El problema es que la versión política de las minorías acalladas durante décadas puede no ser tampoco humanamente razonable, ni matizada de verdad. Si revisamos las disposiciones otomanas para evitar conflictos en Jerusalén, comprobaremos que eran muy razonables. Trataban de evitar choques entre minorías y mayorías religiosas. El inglés globalizado es útil para nuestros intercambios humanos, pero también se usa con frecuencia como brazo duro del poder imperial contra la disidencia globalizada. Me sirve para hablar en Asia, pero bloquea mi comunicación natural con algunos latinos empeñados en pasar por ese idioma cuando no lo necesitamos. Claude Hagège, autor de Halte à la mort des langues, señala que 25 idiomas mueren cada año. Es terrible, pero defender su pervivencia no implica aceptar nuevas fronteras. La amputación territorial ha producido más tragedias que riqueza cultural y diversidad. Y aunque deba estudiarse caso por caso, el enfrentamiento del poder político (más o menos centralizado) con una cierta élite restringida puede estar en las antípodas del avance hacia una sociedad más justa.

Arjun Appadurai estima que el Reino Unido contribuyó históricamente a reforzar la idea de “minoría” con su elaboración de censos de las distintas comunidades en la India británica. Antes de ellos, la porosidad cultural y religiosa eran mayores. Appadurai concede gran importancia al impacto de los intercambios culturales (fenómenos como los filmes árabes de Egipto o los indios de Bollywood), así como al deporte globalizado y a la multiplicación de los fetichismos culturales. En mi caso, creo que el mundo del deporte, el fútbol en particular, la música, en especial el rock y el blues, así como los viajes, me ayudaron a comprender mis orígenes con cierto distanciamiento. No he dejado de ser yo, pero me convertí un poco en otros. Cuando vemos los mapas idealizados por movimientos políticos separatistas europeos, el delirio de sus imaginarios no es menor que el de los viejos mapas coloniales. Casi todos los países europeos han firmado la Carta de Lenguas Minoritarias (adoptada en 1992), quizá con la gran excepción de Francia que no lo ha hecho -en todos sus términos- por las implicaciones jurídicas. ¿Pero qué hay de las nuevas minorías religiosas o culturales? ¿Pueden ser “minoría” los dominicanos de Madrid, los etíopes de Roma, los pakistaníes de Barcelona, o solo les queda “integrarse”? El entramado jurídico de los estados –y de sus élites subyacentes- sigue yendo por detrás de la realidad globalizada.  El viaje puede ser relajado o incierto. Depende de nosotros.

 

 

Incertidumbre planetaria, genio étnico e invención de fronteras

Mi admirado Appadurai se refiere al papel político de la incertidumbre,  agravada por el flujo financiero ilimitado y que escapa al control de todos los gobiernos. También advierte que bajo cada idea de estado subyace la peligrosísima idea de “genio étnico”. “Esta clase de incertidumbre  se halla íntimamente relacionada con el hecho de que los grupos étnicos de hoy se cuentan por miles y sus movimientos, mezclas, estilos culturales y representación en los medios de comunicación crean dudas profundas acerca de quienes exactamente se hallan dentro del “nosotros” y quiénes dentro de “ellos” (citado en El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia, Arjun Appadurai). Cuando debatimos problemas de minorías, lenguas y nacionalidades, tenemos que mirar siempre de reojo al posible narcisismo político-cultural. No se trata de esconder las características propias, pero quien cree estar en lo cierto de manera irrebatible puede llegar a la conclusión de que la justicia sólo llegará si nos rendimos ante su idea de nueva división fronteriza. En este mundo de locos se olvida que la serie de censos británicos, por comunidades estancas, el desarrollo de la vieja cultura de la India del pasado (hindutva) y una propuesta moderna, desembocaron en millones de dramas humanos y en la subdivisión del subcontinente. Pakistán es hoy una realidad, pero fue una palabra (un acrónimo) que inventó una persona un día determinado: “El proyecto de crear un estado musulmán autónomo había sido formulado por primera vez el 28 de enero de 1933 en un documento mecanografiado de cuatro páginas y media redactado en Inglaterra, en una casa de campo de Cambridge. Su autor, Rahmat Ali, era un universitario indio de cuarenta años de edad...” (Relatado en Esta noche, la libertad, de Dominique Lapierre y Larry Collins). ¡Ah, el poder del imaginario! Yo también tengo el mío: Lisboa capital de la República Ibérica. Pero procuro ser prudente con mi proyecto político.  Appadurai es –a veces- lapidario. Después de afirmar que las minorías son el “producto de un mundo claramente moderno de estadísticas, censos, mapas de población y otras herramientas estatales creadas en su mayor parte a partir del siglo XVII”, afirma: “Así pues, las minorías son una categoría social y demográfica reciente, y en la actualidad generan nuevas preocupaciones relativas a derechos (humanos y de otros tipos), ciudadanía, pertenencia y autoctonía y a los subsidios estatales (o sus restos fantasmales)”. Uf, qué duro.

Hay que defender cada forma de expresión, cada idioma, todos los idiomas por pocos hablantes que tengan, todas las creencias políticas, religiosas o ciudadanas. Pero hay que pensar también –con mucho cuidado- en los conflictos que se pueden generar. En los dramas humanos nuevos, en posibles estallidos de violencia. En los separatismos históricos europeos reavivados, hay contenidas viejas injusticias, la represión de idiomas, lenguas e identidades; pero también invenciones históricas delirantes y reivindicaciones económicas de regiones ricas hacia territorios despoblados y pobres, donde las injusticias fueron otras. Ignoradas hasta hoy, no siempre es fácil deslindarlas. Nací en uno de esos territorios empobrecidos y despoblados por la historia, donde la identidad no parecía existir para nadie. Pero descubrí que incluso allí, donde la luz eléctrica desaparecía durante muchos días invernales, quizá yo estaba –lo parecía- con los mayoritarios. Sin embargo, las hablas de mi infancia casi no existen. Puede que sea natural. No me importa tanto porque gané otras “que son botín de guerra”, como decía el escritor argelino (y kabil) Yacine Kateb. Tras mis años de enviado especial en la antigua Yugoslavia, eso sí, me volví más prudente al hablar de “derecho a decidir”, “liberación”, “autodeterminación”. Son conceptos más equívocos que el rock and roll y bastante más peligrosos. Los casos, por favor, de uno en uno y pesándolos como si fueran caviar del mar Caspio. Todas las guerras de los Balcanes, históricas o de la última modernidad, no mejoraron la realidad, ni resolvieron todos los problemas. En el Cáucaso, azeríes y azerbaiyanos, pueden volver a las armas cualquier día en el Alto Karabaj. Abjasios y georgianos se volvieron a matar no hace tanto sin resolver nada. El problema actual es que aspirar a identidades territoriales uniformes, o de mayoría uniforme, sugiere a algunos el fin de sus incertidumbres; pero prepara el terreno a otras nuevas. En este mundo, hay que diferenciar entre “identidades de origen, identidades de residencia e identidades de aspiración”. Lo nuevo se inventa con ligereza partiendo de materiales de desescombro del pasado. Ojo con los procesos propagandísticos de creación de chivos expiatorios (pueden estar, inconscientemente, a un lado y otro). Appadurai se refiere a las “identidades predatorias” que los promueven, a dinámicas que pueden deslizarse hacia la violencia y  hacia posibles nuevas injusticias, al inconsciente reforzamiento de viejos (nuevos) estereotipos (mutuos). Así que déjenme tener mi propia leyenda, disfrutar con mi propia mitología. Si hay que cambiar la capital, ponedla en Lisboa, por favor, que es una ciudad amable. Permitidme ser un poco gitano portugués transfronterizo. Terminaré allí de aprender a danzar el haka de las antípodas; en el estuario del Tajo, frente al mar.

 

 

 

 

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