Juan TOMÁS FRUTOS
No enseñamos con lo que decimos. Mostramos lo que nos gusta, lo que somos capaces de realizar, aquello en lo que creemos, con nuestros propios actos. Ahí nos definimos. Por eso es tan importante que seamos coherentes y que se complementen nuestras acciones con aquello que referimos.
Estamos en la cultura del riesgo. Hay mucha prisa, poca meditación, y conquistas rápidas, que, a menudo, hacen que se sostengan los logros sobre redes débiles. Así lo dicen antropólogos de la talla de Santiago Fernández-Ardanaz. Esto supone que asumimos un coste social para aprovechar las ventajas del progreso. Lo que ocurre es que, en la mayoría de las ocasiones, ese coste social es muy alto, demasiado: las víctimas de accidentes, las soledades, los miedos, los pesares, las fragmentaciones internas y externas, a veces incluso generando dobles y triples victimizaciones, son resultados demasiado duros como para aceptarlos como un peaje obligado e insoslayable por los logros de las últimas décadas.
El caso de los accidentes de tráfico es paradigmático en este sentido. Todos los años fallecen en las carreteras de nuestro país varios centenares de personas, y son miles las que quedan “tocadas” para toda la vida. Ellas y sus familiares. Es un drama tremendo. Son situaciones que añaden complejidad a una vida que, cuando todo va bien, nos pasa desapercibida, incluso en los pequeños gestos, en lo cotidiano, en lo que nos puede suponer el hecho de tomar un trayecto u otro. Los detalles, la intrahistoria, se nos escapan con demasiados avisos que no atendemos, quizá por la falta de concienciación, o porque preferimos la supuesta felicidad que viene de la dejadez y de la negligencia.
Por eso es tan importante el educarnos y el formarnos en la responsabilidad, en el respeto, en el propio y en el ajeno, en lo que concierne a nuestras vidas y a las de los demás. El daño o el bien que podemos llevar a cabo con nuestros actos es tan elevado, y hasta costoso, que no debemos desdeñar la necesidad de impregnarnos de los grandes valores, de esos universales que llamamos amor, solidaridad, cooperación, belleza, igualdad, fraternidad, consideración del otro, etc. Lo espiritual debería ser más fuerte, puesto que es lo que nos salva en determinadas situaciones desgarradoras.
El aprendizaje implica acompañamiento, y los que mejor nos pueden llevar de la mano para educarnos en el respeto y el compañerismo son, precisamente, nuestros padres. La unión de intereses es la máxima de cualquier sociedad, que ha de ver en la difusión de las situaciones de convivencia el mejor afán. Busquemos el tramo de valores que nos ahorran coyunturas, o estructuras también, estériles, y que nos ubican en un aprendizaje sanador y edificante. Como padres debemos expresar y comunicar lo mejor de nosotros mismos, y no únicamente con palabras. Persigamos también la coherencia y la coordinación complementaria entre hechos y pareceres. Tengamos tino y no tentemos la suerte. Consideremos que lo que realizamos y lo que no llevamos a efecto tienen su repercusión en la actualidad y en la eternidad, como se dice en “Gladiator”.
La comunicación es su contexto, sus circunstancias. Explicar las cosas dando criterios, motivaciones, versiones comprometidas desde y con la sociedad, es un baluarte que nos da garantías de futuro, y en ese campo tenemos que seguir laborando. Apliquemos los baremos con mesura, con insistente recorrido, esperando que todo vaya al ritmo que nos permita que seamos mayoría para formar parte de los hechos, de las opiniones y de las soluciones a los perjuicios que se puedan producir. Si es posible, que lo es, intentemos prevenirlos. En el caso que nos ocupa, los accidentes de tráfico, el 90 por ciento son sanamente evitables.
Así, cuando vayamos por la carretera, como peatones, como conductores, como espectadores de esas relaciones que son el tráfico en sus inmensas y, en ocasiones, peligrosas vicisitudes, tengamos como premisa la calma, y traslademos esa quietud y tranquilidad desde el ejemplo edificante, sobre todo si somos padres. Más, si lo somos. Cuidemos todos nuestros actos. Son las referencias para los demás. Recordemos que somos lo que hacemos. En la comunicación nos vale, sólo nos vale, la coherencia.


escrito por elena alonso tafalla, agosto 05, 2011