Juan Tomás Frutos
La precipitación y el nivel de tensión que vivimos y que trasladamos hacen que los medios de comunicación sean ese escaparate donde vendemos ciertas distorsiones que nos podrían recordar al Callejón del Gato de Valle Inclán. Las guerras que retratan los informativos, los asesinatos, los robos, las controversias, las violencias de género, las imágenes impactantes y demoledoras con las que convivimos cada día, nos hacen aceptar ese modelo imperante en el que parece que los accidentes de tráfico, por poner un ejemplo, son inevitables a la condición humana, cuando, ciertamente, son consecuencia de una mala educación vial, de la carencia, en muchas ocasiones, de óptimos hábitos de convivencia. Pidamos, en éste y en otros supuestos, mucho respeto.
Los sesgos con los que presentamos las informaciones son muchas veces precipitados, a menudo sin contrastar lo suficiente, buscando atractivos por encima de criterios más racionales, con planteamientos de sentimientos en estado profundo o superficial, y siempre en pos de una audiencia que, pese a todo, se halla muy fragmentada por la “multi-oferta” televisiva. Además, todos competimos por los mismos espacios, de la misma manera, con idénticas perspectivas, con ópticas que se estiran desde márgenes estridentes. Eso, exactamente, no contribuye a construir sociedad. Saturamos, y buscamos perchas y cebos de modos, en ocasiones, poco ortodoxos.
La realidad se basa en unos usos que tienen como base que las malas noticias son las mejores para un periodista (o, mejor dicho, para su empresa), pues venden más y más rápido el producto, sin que haya necesidad de pensar sobre lo que estamos ofreciendo a través de los medios de comunicación masiva. No invitamos a pensar, sino a devorar las imágenes con ilusión y pasión, sin ver más allá, sin observar sus ecos, sus aspectos evitables, sus posibilidades de conseguir unas mejoras ciertas. Parece que el mundo tiene que discurrir así, y eso no es verdad, pero es la certeza que trasladamos. La superficie gana, en ciertas oportunidades mal aprovechadas, a lo denso, a lo que debería serlo.
El parte cotidiano nos recuerda que leemos en titulares los contenidos que mostramos en piezas cada vez más cortas, y sorteamos los obstáculos de todo un proceso que, pese a los avances de la ciencia, sigue siendo complejo en su confección y en su difusión. Las imágenes se nutren de sus perfiles más atractivos, de modo que las estampas que mostramos a menudo neutralizan o catalogan el mensaje muy por encima de lo que narramos en él, y no siempre ganamos con ello, claro. El 80 por ciento de lo que comunica es imagen, y, cuando hay contradicción entre lo que contamos en el off y lo que se percibe visualmente, predominan las estampas gráficas que se suceden respecto de lo que explicamos en la noticia en cuestión. No siempre reparamos en ello, pero debería ser así, deberíamos tenerlo presente. Hay influencias que no tenemos en cuenta, o sí, pero, en todo caso, ahí están como algo que nos supera.
En comunicación decimos que una cosa es lo que se quiere contar, otra cosa es lo que se cuenta, y otra, a veces diferente, lo que se entiende finalmente en ese proceso. Como las personas y sus circunstancias de recepción comunicativa son dispares, también lo son sus interpretaciones, y ello lo deberíamos considerar. Sí, es cierto que sabemos que esto es de esta guisa, y, a menudo, nos curamos en salud, esto es, tenemos en cuenta los filtros o distorsiones que se pueden producir. Consecuentemente, nos vamos a lo seguro, y, como lo que se quiere desde los medios masivos es llegar a cuanta más gente mejor, se ofertan sentimientos por encima de raciocinios, que no siempre se disponen con el criterio más acertado en aras, como sabemos, de un consumo grande, que es lo que perseguimos.
El medio es el mensaje, como nos recordaba McLuhan, y ahora, con unos hábitos de consumo tan esperpénticos como hipócritas, donde no confesamos devorar determinados programas (Todo el mundo dice ver “La Dos”), nos hallamos ante una situación difícil de vislumbrar en sus formas y en sus posibles soluciones ante los agravios o ruidos que entre todos fomentamos. La coherencia, que es tan comunicativa, falta recurrentemente.
Busquemos, por ende, los modelos que nos inserten en las posibilidades en positivo. La violencia engendra violencia. Los mimetismos ante las modas o la iconografía que parece representar a la sociedad se imponen con sus aspectos más sangrantes y truculentos. No deben servir los medios de comunicación como correas de transmisión de los eventos más luctuosos, no sin un ánimo de construir la comunidad de personas a la que sirven a través de una vocación de interés público que a menudo no aparece por ninguna parte. Han de analizar, precisamente estos medios, los motivos de toda esta fenomenología “victimal”, procurando alcanzar cotas de desarrollo, de progreso y de “aminoración” de los peores compartimentos. Hemos de ser críticos con aquello que no edifica a la sociedad: no cabe siquiera que no tomemos partido y que seamos inocuos. Ante la violencia hemos de estar en el lado opuesto, fomentando el pacifismo, la tranquilidad, el sosiego, la idea de pacto, etc. Aquí no puede haber neutralidad.
Todos somos iguales ante la ley: lo pregona el artículo 14 de la Constitución, que añade que es así con independencia de las circunstancias o condiciones de cada cual. Es un derecho fundamental, como el derecho a vivir, como el derecho a una formación o a una sanidad integral. Por lo tanto, los desvíos de ese derecho pleno, la no consideración, la ignorancia, la falsedad, la omisión de nuestros deberes ciudadanos en este plano, constituyen una actuación lesiva y delictiva que hemos de perseguir y de neutralizar en el grado que sea y lo antes posible. No cabe mirar para otro lado, o, como diría Bertold Brecht, cuando vengan contra nosotros, o nos perjudiquen gravemente, ya no habrá posibilidad de respuesta clara, diáfana y real.
Compartamos buenos deseos, óptimos fines, en el convencimiento de que la bondad genera sentimientos con el mismo perfil. No somos conscientes de la influencia que tienen las numerosas horas que percibimos cargadas de violencia, de amarillismo, de versiones estridentes de una sociedad llena de sombras, de apatías y de enfrentamientos. Ese tipo de dinámicas sólo generan más fluctuaciones en negativo. Hay un efecto perverso y contaminante en las malas conductas, que influyen como modelo de convivencia, o, mejor dicho, de carencia de base para la convivencia.
Por eso, la cercanía, la empatía, los silencios, las escuchas, los procesos proactivos en comunicación, las sensaciones y los raciocinios en tradicional equilibrio, las versiones de la realidad en sus fortunas más esperanzadas y alegres…, han de darnos el impulso para hablar de las mayorías que hacen menos ruido y que contribuyen a construir sociedad en todos sus aspectos determinantes. No cabe el consuelo de decirnos que las cosas suceden porque sí y que no las podemos evitar. La crisis actual tiene mucho que ver con la no defensa de los mejores valores morales y éticos, ésos que los griegos llamaban universales. Si nos lo proponemos, pese a esta visión que reconozco un tanto apocalíptica, todo podrá mejorar. Los valores mayoritarios son otros. Sin duda.