Juan Tomás Frutos
Es de madrugada. Alcohol, hambre no ponderada y que aparece en forma de odio, causas escritas y otras que no comprendemos, deseos realizados y otros rotos por el destino cruel… Muchos elementos se entrecruzan en un choque de vehículos monstruoso y sin sentido (todos carecen de sentido), consecuencia del sueño, del mal estado de los conductores, de la precipitación, de la falta de pericia, de la carencia de reflejos por mil motivos; y, así, los cuerpos se proyectan hacia la muerte. Ésta, la Parca, trocea lo físico, al tiempo que lo psíquico, y muere un joven de 22 años, y con él todos morimos un poco, pues este tipo de situaciones, de actuaciones desgraciadas, son un fracaso de todos, de la sociedad al completo.
Y, con este evento, la muerte nos hace prisioneros de la incomprensión, de la falta de tiempo para comunicarnos y para conocer qué fue de aquel niño bueno que miraba con ingenuidad. ¿Qué ocurrió para que se perdiera en el laberinto de las condiciones y circunstancias que decían el filósofo y el poeta? Quizá no desapareció: puede que su inocencia quedara enterrada sin que fuéramos capaces (ni él, ni nosotros) de obtener lo racional para que no imperara todo aquello que no lo es.
Muchas dudas, demasiadas incógnitas, se desarrollan en torno a un suceso luctuoso en el que se demuestra, por “desfortuna”, esa máxima que nos repetía, y repite, que “el hombre es un lobo para el hombre”. Algo falló: se habla de un error humano. Quizá bebió demasiado, quizá le faltaban horas de sueño, puede que no ponderara la velocidad o el estado del pavimento… Todo pudo ser, con fallo humano incluido, claro. Cuando algo ocurre así, nos damos cuenta de que no hemos abandonado tanto como pensamos esas etapas de comienzos de la Humanidad, donde actitudes de los Cromañones se parecen más a las de los animales. Sin embargo, aún hoy en día hay una aceptación de la violencia como baluarte inevitable, y, a menudo, aunque no sea éste el caso que explicamos, como algo aceptable para imponer una supuesta realidad desfigurada. En esta situación hablamos de la violencia en la conducción, de no respetar las normas, que las violentamos, de la no aceptación de unos límites, que los rompemos, y, luego, ellos hacen lo propio con nosotros.
Una costumbre
Lo cierto es que la tristeza, el dolor, el pesar, la soledad, la rabia contenida, la preocupación, las ausencias, se adueñan de nuestros corazones con más recurrencia de la debida, y, de esta guisa, nos acostumbramos a soportar y a asumir el riesgo de vivir más allá de las contingencias naturales, con las posturas más innobles de unos seres que no pueden ser tildados de humanos con estos comportamientos de agresiones a lo más importante que tenemos, la propia existencia.
Lo malo es que narramos mucho, que hablamos más, que opinamos, que nos contamos sucesos, que nos provocamos con fallos y con lecturas de instrumentos variopintos, pero no terminamos de evitar esas pugnas que aniquilan los espíritus y todo cuanto podríamos realizar. Como se dice en la película “Sin Perdón”, “cuando se mata a alguien se le quita toda la posibilidad de ser aquello que podría haber vivido”, esto es, rompemos el presente, y también el futuro, y nos quedamos sin ilusiones, sin perspectivas, fuera de juego, sin nada. Pierde el que se va, el que desaparece, pero perdemos más los que permanecemos, que, como nos recordó Goya, “quedamos muy solos” de cara a nuestro destino, escrito con sangre.
Cuidado con el resto de madrugadas. Procuremos que no sean implacables.