Ileana Alamilla
Tenemos grandes problemas como sociedad, uno de ellos es la formación que hemos recibido y que antes era lo usual, lo natural, lo aceptable, en fin, era lo tradicional en el sentido de que un ser humano era el que tenía el poder de decidir sobre la vida de los demás quien, obviamente, era el hombre. Los hogares giraban en torno a sus órdenes, voluntad y decisiones. La estructura de relacionamiento era vertical y autoritaria. El padre era la imagen del poder y, por lo tanto, tenía la potestad de corregir, incluso violentando derechos.
Esa era la ideología dominante. En lo público se replicaba este esquema de opresión. El jefe, el patrón, el maestro, el gobernante, el todopoderoso, el señor.
En demasiados casos ese ilimitado poder, esa supremacía se expresaba en violencia. Si las instrucciones, los deseos o el estado de cosas no era como él decidía, entonces se presentaba el correctivo: gritos, insultos, amenazas, humillaciones, golpes y heridas en el cuerpo y en el alma del resto del grupo familiar. Su par, la mujer, debía obedecer o atenerse a las consecuencias. Lo de la casa se quedaba en el ámbito privado, esa caja negra llena de injusticias y sufrimientos.
La mención es en pasado pues gracias a los descomunales esfuerzos que mujeres pioneras en el mundo hicieron para evidenciar las inequidades e injusticias, a nuestro país llegaron esos vientos emancipadores que fueron recogidos y difundidos por valiosas feministas y organizaciones de mujeres que vindicaron sus derechos.
Antes la violencia contra la mujer en todas sus manifestaciones era algo generalizado, aceptado y visto como natural. Hoy la violencia contra la mujer es un delito, aunque continúe y sea generalizada. La violencia es aprendida, es parte de todas las actitudes machistas y patriarcales inculcadas a través de diferentes medios, comenzando por el hogar y desarrollándose en el espacio público. Es permanentemente reproducida, aun de manera inconsciente. Las informaciones con enfoque amarillista, las publicaciones sin contextos adecuados y sin reflexión ni conciencia, contribuye a fomentar su reproducción.
Pero, a pesar de los avances, del reconocimiento “formal” de derechos y de igualdad, estamos en presencia de la continuidad de episodios de violencia contra las mujeres a todos los niveles. No se valen las apologías que pretenden excusar los crímenes justificados en conductas “reprochables” o en involucramiento con grupos criminales.
La realidad es una. Hay femicidio en Guatemala y continúa la impunidad que, según la Comisionada contra el Femicidio, se ha incrementado a un 99%. ¿Qué cuentas nos va a rendir el sistema de justicia? No se trata solo de crear estructuras, pagar altos salarios, lucir logros que son irreales.
Hay asesinatos de mujeres, niñas y jóvenes, sin que nada pase. Continúan los abusos, la violencia doméstica, siguen los estereotipos que practican hasta los mismos funcionarios del sistema.
La violencia está repuntando, cualquier crimen es repudiable, pero la perversión cometida contra las niñitas, su progenitora, la otra mujer que corrió la misma suerte, ha conmocionado a la sociedad. Estos hechos deberían despertar la conciencia colectiva y sobre todo tendrían que poner en alerta máxima a las autoridades. La indignación no debe ser fugaz, hay que denunciar y copar a los criminales por todos los medios posibles.
Pero también hay que buscar alternativas en la educación, la formación, la capacitación, la prevención, pero, principalmente en la inmediata aplicación de justicia.
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