Conrado Granado
…Y le siguen llamando fiesta nacional por antonomasia. Como todos los años por estas fechas, y con el rito y parafernalia que la cosa conlleva, hacen acto de presencia los festejos relacionados con el mundo de los toros, del toro bravo que llaman, del toro de lidia, del toro condenado a muerte porque sí, porque así lo requiere la tradición, dicen los entendidos en la materia, que además adornan sus defensivos argumentos diciendo que se trata de un arte. Tanto arte debe ser, que políticos de muchas campanillas, como la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, pretenden que las corridas de toros sean declaradas como Bien de Interés Cultural. Ahí es ná, que diría el castizo.
La ciudadanía está dividida entre a los que le gustan todo lo relacionado con ese mundillo del toro y los que lo rechazan tajantemente. Por lo que a un servidor respecta yo no prohibiría nunca los toros; allá cada cual con sus gustos. Me limito a no asistir a ningún festejo tal, como tampoco veo Intereconomía en televisión ni escucho en la radio la COPE. Pero no por ello deben de dejar de existir. Pero a lo que no estoy dispuesto es a renunciar a expresar mi libre opinión sobre estos ritos que considero un tanto salvajes, a sabiendas de que tengo amigos defensores de los animales a ultranza, de pancarta en ristre, junto a otros aficionadísimos a la cosa de la cuerna; tanto, que entre estos últimos tengo un amigo extorero al que una mala tarde de grana y oro un morlaco le rebanó la cosa de la entrepierna, dejándolo no para el arrastre, sino para acabar sus días laborales atendiendo el teléfono en una centralita, donde se ganó el sustento hasta su jubilación. Ahí le conocí, nos hicimos amigos y siempre le llamé maestro, el mejor título que se le puede dar a una persona en ese oficio.
Me contó muchas cosas el maestro Ernesto de los entresijos de esta profesión, en la que no es oro todo lo que reluce. Cosas como de cuando hablaban de sus asuntos con Juan José Rosón, ministro en el Gobierno de Adolfo Suárez, o con Tierno Galván, a la sazón alcalde de Madrid. Cosas como cuando la cuadrilla de banderilleros, de la que formaba parte antes del percance, se jugaba la vida en la plaza llena, ante el respetable por una soldada, paga o sueldo de 180 pesetas la tarde; es decir, poco más que un euro de los de hoy.
Volviendo al toro propiamente dicho, y a los ritos o tradiciones en torno al mismo, hace unos días tuvo lugar unos de los más salvajes de los muchos que pueblan esta piel de toro nuestra, tan española y cañí ella. Se trata del conocido como toro de la Vega, fiesta, costumbre o rito que tiene lugar en el vallisoletano pueblo de Tordesillas, en la que los aguerridos mozos del lugar alancean al animal a lomos de sus caballos hasta ocasionarle la muerte. Pero no se le ocurra a usted estar en contra de tal rito de muerte, porque según sus defensores se trata de una tradición de verdad, un a modo de pata negra de nuestras viejas esencias patrias.
El héroe en esta ocasión responde al sobrenombre o apodo de El Pulgui, al que tan orgulloso título le duró poco, ya que al parecer no respetó las reglas del torneo. Como tampoco las respetaron dos caballistas impacientes que en su condición de matarifes de turno acabaron con el animal en zona prohibida. Pero lo único y verdad, reglas aparte, es que “Volante”, el toro de 622 kilos, fue torturado y matado ante la alegría de los vecinos de Tordesillas, que un año más dan vida –hecha muerte- a un rito que nos retrotrae a una lejana Edad Media, época que algunos creíamos superada. Pero a los mozos del lugar, a esos aguerridos lanceros participantes en el rito de la muerte del toro se les supone poseedores de hidalguía, según la página Web del Patronato del Toro de la Vega. Algo que debe ser un título para los propios del lugar.
El toro de la Vega es solamente uno de los muchos ritos taurinos que siguen existiendo por estos pagos. Hay otros muchos, y para todos los gustos, o disgustos. Hace días, Televisión Española, ahora teledirigida por el Partido Popular, volvía a retransmitir tras seis años de ausencia una corrida de toros, y además en horario de protección infantil, contraviniendo la Ley protectora de menores vigente. Los encierros de los Sanfermines son sagrados para muchos, y cualquiera es el guapo que se atreve a discrepar de esa tradición. Este verano la Comunidad Valenciana se ha teñido de sangre y muerte en las tradicionales fiestas de bous al carrer, ya que un hombre de 86 años moría corneado por un toro en las fiestas del Torico de Cuerda de Chiva, mientras que una mujer de 80 años era herida al entrar una vaquilla en su casa en el momento en que abría la puerta del garaje.
En Cataluña las autoridades han prohibido las corridas de toros mientras permiten la salvajada de esa fiesta tradicional tan suya, tan catalana, como es el correbous, con la especialidad del bou embolat, en la que al pobre animal, después de atarlo de patas y rabo, para inmovilizarlo, se le atan a los cuernos unas antorchas o bolas inflamables para soltarlo por las calles, con la consiguiente alegría del público, que disfruta de una tradición. ¿Alguien en su sano juicio puede pensar que el toro no sufre ante esta situación, como argumentan algunos?
La lista de nuestras tradiciones resultaría interminable, aunque vamos avanzando en la extinción de algunas, y que quede constancia. Ya no quemamos a nadie vivo como hacía la Iglesia Católica, vía Inquisición, por discrepar de las esencias sacras. Ya no tiramos a las cabras vivas desde los campanarios de las iglesias, como se hacía hasta pocos años. Ya no arrancamos las cabezas a los gallos colgados vivos en una larga soga en aquellas cabalgadas de nuestros aguerridos mozos a lomos de sus corceles en algunas fiestas tradicionales, tan nuestras ellas. Algo es algo.