En diciembre de 2012 estuve durante un mes en México DF visitando por primera vez a mi hermana que reside allí desde hace 22 años. Fue un sencillo viaje de descanso, por años postergado.
Carlos Schulmaister
Esmeralda pasa por ser actualmente una exponente del romanticismo, el cual se trasluce con tremenda fuerza expresiva en sus intervenciones estéticas, especialmente las que se hallan ligadas al arte de la fotografía que tiene en ella una eximia representante. El color local, la afectividad, la subjetividad, la sensibilidad perseguida y capturada en el objeto retratado y su propia sensibilidad de artista involucrada en un propósito inescindiblemente ético y estético lo manifiestan con toda claridad.
De modo que, como se sabe, tras su mirada de fotógrafa romántica cabe un manifiesto de impugnación a la realidad aún cuando su tema aparente ser, en ocasiones, sutilmente descriptivo o paisajístico. En consecuencia, en gran parte de su obra está presente, inevitablemente, un alegato por la justicia. Por lo tanto, su arte encierra gozo y a la vez dolor, inextricablemente entrelazados, como ocurre en cualquier aspecto de la realidad.
Pues bien, yo era así a los 20 años de edad, cuando creía que había que sentir el dolor de los pobres en carne propia para exorcizar el sentimiento de culpa personal por su estado. Tiempos en los que también creía que había que sentir en carne viva los grandes valores éticos que justificarían haber pasado por la vida comprometidamente, especialmente rayando en la abnegación.
Pues bien, aquel idealismo exacerbado de esas generaciones de los sesentas y setentas trajo muchos dolores y sufrimientos, muchos más que los gozos y las liberaciones prometidos. Pero ese resultado no es exclusivamente atribuible a los hombres malos de entonces que se oponían al bien, supuestamente representado por “nosotros”. Existe al presente una polémica por la verdad histórica acerca de lo ocurrido en esos años llamados “de plomo” que no logra ver totalmente la luz pues la historia es no sólo la búsqueda de la verdad histórica en cuanto al pasado sino un arma poderosísima de organización y control del presente y sobre todo del futuro.
La Historia y las Ciencias Sociales en América latina tuvieron chispazos momentáneos de iluminación para las conciencias libertarias en general, pero complementariamente fundamentaron relatos, memorias, teorías y prácticas políticas que generaron distorsiones descomunales entre los objetivos iniciales y los resultados obtenidos.
Los colores locales, las apelaciones a “lo nacional” y a “lo popular”, connotándolas de una supuesta superioridad moral cuya definición y alcances eran de dudoso contenido moral, fruto de situaciones históricas cargadas de autoritarismo mesiánico, y a cargo de organizaciones sectarias, me cansaron, me agotaron, igual que sucedió con muchos miles de connacionales.
Sucede que el particularismo y el nacionalismo positivo pueden ser calificados así si se piensan como un momento del devenir histórico de una nación en busca de un destino universal, lo cual no significa procurar llegar a ser una nación imperial que domine el mundo sino aquella que se reúna democráticamente en la cultura plural, diversa, y en igualdad de condiciones con todas las culturas particulares del planeta.
En ese sentido, se puede ser nacionalista siempre que se tenga en claro y no se pierda de vista que cada hombre en la Tierra es un universal, y no sólo una promesa de tal, y que el destino de la humanidad es justamente su realización genérica.
De modo que la Globalización no me afectó como a los sectores falsamente progresistas que habitualmente son designados como “progres”. La Globalización era previsible en el desarrollo evolutivo del sistema capitalista. Ponerse en contra de ello es una muestra de estolidez incalificable. Los indiscutibles beneficios de la Globalización son los que les permiten a los agoreros del izquierdismo subvencionado actual poder trabajar de defensores de los pobres, de las culturas nacionales, de los pueblos originarios y de los derechos humanos sectorizados con mayor eficacia que en los tiempos del capitalismo del estado de bienestar.
De ahí que mi desilusión no se compadece en lo más mínimo con los efectos producidos por la crisis de los grandes relatos, la fragmentación cultural, la anomia, la falta de utopías, etc., como el discurso posmodernista nos acostumbró a escuchar urbi et orbe.
Celebro la pérdida de poder del estado-nación en el mundo actual, en tanto no sea camino para la fragmentación de la gobernabilidad mundial, y por el contrario facilite la democratización de las prácticas políticas mundiales.
La desmitificación de simbolismos y sacralidades irracionalmente subsistentes también la celebro. La Globalización no es un ataque ni una conjura de los poderosos como el iracundo e histérico discurso izquierdista mundial plantea, sino todo lo contrario, es decir, es la organización racional de la supervivencia y continuidad sustentable de la civilización.
Y si en contra de esto se opone el remanido argumento de las nefastas prácticas concretas que realizan en ciertas áreas del mundo algunas grandes compañías multinacionales que atentan contra esa sustentabilidad antes mencionada, contesto que en todo ello tienen gran responsabilidad los propios políticos de los países afectados, así como sus empresarios, sus sindicalistas e incluso sus masas clientelares, de lo cual la experiencia concreta da múltiples testimonios, sobre todo en Argentina, mi país de origen.
En consecuencia, me cansé de los discursos que supuestamente “explican” la realidad depositando fuera de los lugares locales las responsabilidades. Es que en el planeta existen muchos países en los cuales las leyes sí funcionan efectivamente, y ello es así porque sus pueblos tienen una cultura que lo permite.
A esta altura, pues, cabe acoger mi desilusión por causa del retroceso provocado por los renovados intentos de restauración de los discursos de izquierda totalitaria, especialmente en los aspectos culturales, mediante los cuales viene recuperando espacios que en el plano económico social había perdido absolutamente ante el fracaso de sus delirantes planteos.
Me cansé de enseñar las particularidades históricas en mis clases de historia antigua. Particularismos históricos en los cuales tantas veces se ha pretendido, se pretende y seguramente se continuará pretendiendo hallar “raíces” idiosincráticas para formular supuestos caracteres “nacionales”. Hoy, por el contrario, prefiero la enseñanza de aquello que las culturas tienen en común en todos los tiempos y lugares, pues de ello ha de nacer sin duda la noción de nuestra semejanza con todos los pueblos de la tierra, tal como el arte, las tradiciones y el folclore de todas las sociedades lo demuestran aún pintando sus propias realidades con colores locales.
De ahí que no tenga más ganas de mirar hacia atrás, hacia el pasado histórico, pues rechazo que el pasado nos domine y nos determine aún en las cuestiones más íntimas de la vida. La cultura popular y la sabiduría popular no son válidas por ser viejas o inveteradas, sino por ser vitales. Es la vida, lo viviente, lo que da derechos a identificarse con sus componentes. De ninguna manera lo es la muerte ni los cadáveres.
Por eso digo: no más al pasado como matriz conservadora del pensamiento con anteojeras, del pensamiento de una sola mano. Es el presente, mejor dicho cada presente el que legitima o deslegitima; por lo tanto es a los hombres que están vivos a los que hay que proteger y amar, más que a las tradiciones históricas. Y es por eso que ya no me atrae visitar museos.
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