En diciembre de 2012 estuve durante un mes en México DF visitando por primera vez a mi hermana que reside allí desde hace 22 años. Fue un sencillo viaje de descanso, por años postergado.

Carlos Schulmaister

Lo que realmente me agrada es el ver algo nuevo, algo distinto, aquello que es inédito para uno. A menudo decimos que son las cualidades del nuevo lugar recorrido las que nos agradan, pero yo siento que las motivaciones experimentadas no dependen de los contenidos de mis percepciones sensibles de las cosas que me rodean, sino del impacto que ellas, cualquiera que sean, producen en mi ánimo, en mis emociones, en mis reflexiones más íntimas. Y es el contraste, casi siempre más rápido que la monotonía resultante de permanecer largo tiempo en un mismo lugar, el que queda prendido en nuestros recuerdos.

De modo que si hubiera nacido en México y más tarde, en los últimos años de mi vida, hubiera viajado por primera vez a Argentina habría experimentado seguramente los mismos procesos a los que acabo de referirme.

Que no se trata de las cualidades del lugar al que visitamos, sino del cambio en si, lo confirma el hecho de que millones de personas que viven en lugares paradisíacos de todo el planeta sienten las mismas ansias de partir hacia horizontes nuevos o relativamente nuevos para ellos que las que siente cualquier persona independientemente de los atributos que califican su medio. Concretamente, muchos europeos que viven en medio de paisajes alpinos de gran belleza viajan a Bariloche y regresan maravillados. Pero no es la ubicación del lugar en el ranking de la belleza paisajística lo que determina el mayor o menor impacto en la sensibilidad total del viajero, como vengo diciendo, sino la curiosidad por lo desconocido (por más que una información previa pueda ilustrar e interesar al viajero), sus condiciones personales, particularmente su sensibilidad profunda así como su sensibilidad estética y sus estados de alma (remedando a Amiel, para quien el paisaje está en el alma, y no fuera de ella).

Resumidamente, cualquier lugar novedoso en la existencia de una persona puede provocar en ella los impactos más grandes independientemente de sus condiciones naturales, especialmente las de tipo paisajístico. Sobre todo en el turista, que es una suerte de viajero y “mirador” muy distinto al migrante, y sobre todo al exiliado.

Este desglose introductorio viene a cuento de ciertas “demandas” no cumplimentadas y de los consiguientes “reproches” que me efectuara una dilecta amiga que vive en aquella gigantesca república, a quien para el caso llamaré Esmeralda (esperando me perdone por el nombre elegido para la ocasión, el cual, sin embargo, en los tiempos de mi infancia se solía asociar con bellas princesas de los cuentos de hadas).

Esmeralda es una entusiasta -fervorosa es más correcto- admiradora de las culturas populares mexicanas, tanto vivientes como extinguidas. De modo que su amor transita desde las personas cotidianas con las que se encuentra de pronto en una calle de Monterrey como con los pescadores de algún pueblito en la zona costera del Golfo de México, particularmente con aquellos cuyos rostros dan señales atávicas de pertenencia a las viejas estirpes del continente, aquellas de rostros morenos, casi cobrizos y a menudo de rigidez pétrea que evocan una larga historia de sufrimiento ancestral.

Pero como buena culturalista ella ama especialmente las cosas que aquellos hombres y mujeres originarios (por usar un término al uso) han creado en sus respectivos mundos históricos. Las que son materiales y las inmateriales, es decir, objetos, utensillos, vestimentas, moradas, ciudades, altares, pero también ideas, mitos, cuentos, creencias y saberes.

Esas cosas, se sabe, están vivas en las diversas culturas actuales, tanto en las que se conservan más puras como en las que están ya deculturadas o expresan sincretismos de nuevo cuño y renovadas puestas en valor. Me refiero tanto a objetos y a técnicas como a creencias. Pero fundamentalmente esas clases de cosas, cuando pertenecen a tiempos lejanos, se hallan preservadas con mayor o menor fidelidad en los museos.

La cultura mexicana es de tipo patrimonial. Nada escapa casi a la dimensión colectiva de la idea de patria, tomada ésta en sus mejores sentidos, aun incluso en aquellas que han sido confrontativas y socialmente excluyentes. Pero la mexicanidad se expresa hoy vitalmente en la diversidad y en la revalorización -desde una ética vitalista y humanista- de esa misma diversidad que se cuela entre las sangres y las pieles de la mayoría de sus habitantes convirtiendo a cada hombre y a cada mujer en un hombre tan grandiosamente particular y singular como universal simultáneamente.

Estas reflexiones, descarto, son compartidas por Esmeralda inexcusablemente. Sin embargo, la consecuencia natural y lógica que constituye su búsqueda frenética de nuevos pasados y nuevos asombros presentes que la llevan a recorrer tanto los museos como los lugares cargados de historia y de valores culturales, como los espacios paisajísticos y ambientales y las muestras de arquitectura histórica, no tienen en mi el mismo correlato.

Quizá sea grave que eso le suceda a un profesor de historia, pero en todo caso, creo tener razones para ello.

Fui como ella amante de las culturas pasadas y de los museos y los testimonios vivientes del pasado. Pero eso era en los años de mi juventud, antes y después de estudiar historia y durante largos años dedicados a su enseñanza. Complementariamente me sumergí por entonces en las aguas de otras ciencias como la Antropología y la Sociología para intentar comprender mejor el pasado por medio del presente y viceversa.

Sin embargo, actualmente experimento una desilusión muy grande con la Historia y con las Ciencias Sociales en general. Estas razones -y muchas otras que por no sobreabundar ni aburrir omito- han hecho que mi visita a México no desembocara en una nutrida agenda de visitas a instituciones museológicas ni a lugares que testimonian no sólo valores de categorías particulares de cosas, como por ejemplo la arquitectura, sino a los que en si se asocian con momentos particulares y singulares de su historia.

Pues bien, habiendo mutado gradualmente de la Historia a la Filosofía, podría decir rápidamente que atravieso un personal estado de decepción personal con aquellos saberes, amén de presentar atisbos de una filosofía de la decepción (una más que se suma a las tantas ya existentes), de la cual, encarecidamente ruego que no sea confundida con manifestaciones similares del hombre de la Posmodernidad. Pues si no sé con certeza de qué insumos está constituida sí intuyo firmemente cuáles se hallan ausentes de ella.

Esto que me sucede tiene un inexorable correlato en Esmeralda. Esmeralda también cultiva una suerte de filosofía o estado de decepción, pero a diferencia de mí, no se trata de ninguna situación relacionada con el mundo ni con la totalidad, como es mi caso, sino justamente conmigo, con éste su amigo de la adolescencia. Me explico, ella no comprende cómo he sido capaz de pasar de largo, de ser indiferente, de haber mirado otros objetos culturales en reemplazo de los que ella durante largos meses insistió en que debía dedicarles un tiempo de celebración en mi agenda turística.

Como puede observarse, ambos estamos cargados de decepción. Podría hablar de lo que significa (para mi) este estado y de lo que siento. Puede ser agobiante hacerlo, repito: para mi, pero también para el lector. Por eso creo que sobrevolaré apenas sobre el tema en los tramos subsiguientes.


Sigue la actualidad de Periodistas en Español en nuestro
Esta dirección electrónica esta protegida contra spambots. Es necesario activar Javascript para visualizarla .
Indica nombre, apellidos, profesión y país.

Comentarios (0)Add Comment

Escribir comentario

busy