Cuando he leído en Periodistas la breve reseña de la tragedia de los niños españoles que perdieron su mundo a causa de una emigración forzosa y que en muchos casos nunca recuperaron su patria y en casi ninguno su familia, es decir sus raíces, he creído de justicia dar voz a algunos niños que aún sin ser exiliados de esa forma brutal, también fueron víctimas de tremendas tragedias. Algunos murieron, a otros la terrible vivencia de su infancia marcó su vida y carácter para siempre y otros se sobrepusieron a esa infancia, pero siempre, inevitablemente, conservaron algún esqueleto en su subconsciente.
He elegido historias de algunos niños que vivieron la guerra en zona nacional y otros que la vivieron en Madrid. En ambos casos padecieron bombardeos que a su tierna edad a ver quien iba a explicarles si los que bombardeaban eran “los buenos” o “los malos”. Una guerra es algo terrible, sin justificación posible y además inútil. La crueldad de las guerras es inigualable y a pesar de ello los humanos somos tan –no sé si decir bestias o estúpidos- que nunca las ponemos fin. En verdad, la genética humana es diabólica.
De zona nacional empezaré por Angelito, muerto por una bombra a la edad de dos años. Su madre murió con él. El padre fue represaliado y fusilado “paseado” como se decía entonces al final de la guerra. Dos hermanos de diez y doce años se quedaron solos, en su ciudad sí, pero con todo su mundo perdido, rodeados de la hostilidad de los primeros tiempos, la de algunos por miedo. Esos niños fueron a parar al hospicio, que nada tenía que ver con ningún moderno orfanato o casa de acogida. Allí contrajeron la terrible enfermedad que segó la vida de miles de adolescentes y jóvenes durante muchos años: la tuberculosis. Murieron en el hospicio a los cinco años de haber entrado. Sin la guerra hubieran crecido en una familia más o menos feliz, pero suya. Sin duda hubieran vivido muchos años. Nunca tuvieron voz hasta hoy Angel, Andrés y Lucio Helguera.
Tenía quince años, se llamaba Lali Marchena. La mandaron a ‘por la leche’. Cuando volvía, lechera en la mano izquierda, el cambio en la derecha, la pararon con un “Arriba España” una panda de falangistas. Lali levantó la mano...con el puño cerrado. La ametrallaron allí mismo. Al caer abrió la mano y escaparon las monedas. Otra vida truncada feroz y estúpidamente. Pero los falangistas de entonces primero disparaban y generalmente ya no había ocasión de preguntar.
Muchos años más tarde Laura Rodríguez, me contó una historia que había reprimido durante mucho tiempo, sencillamente, por miedo a contarla, realmente porque no se podía contar. Su familia vivía en zona nacional. El padre era un artesano de muebles y accesorios de mimbre de diseño exclusivo. Su posición había llegado a ser tan holgada que tenía coche ¡en 1936! Evidentemente, como en tantos otros casos la envidia, tan española, le mató. Una denuncia y al paredón. La familia a callar, a no quejarse, ¿a quién habrían podido hacerlo? Terminada la guerra emigraron a Barcelona, la madre y tres hijos, Laura y dos hermanos. Laura se hizo modista. Era tan creativa como su padre. Años más tarde se vino sola a Madrid, otro comienzo. Era una mujer sumamente atractiva, tuvo novios, pero por alguna razón nunca se casó. ¿Marcas de la infancia? Muy probablemente. Cuando me contó la historia me dijo que nunca se la había contado a nadie, por miedo, porque había que esconderla, porque en esa España, aún después de muchos años, era un baldón ser la hija de un ‘rojo’ fusilado. Qué tremendo drama, no poder desahogarse, no poder gritar de dolor, no poder proclamar a gritos los nombres de los asesinos de su padre, (que eran los “buenos”) no poder clamar justicia para un hombre víctima de la envidia y de la oportunidad que da una guerra civil a los envidiosos...
Lilí Alonso tenía nueve años en el 36. Denunciaron al padre de tener en casa ‘una emisora clandestina al servicio de los rojos’. El padre, un profesional altamente cualificado, apreciado por sus jefes y querido por muchos fue denunciado por vecinos muy cercanos. Tuvo la inmensa suerte de que quienes fueron a hacer el registro de la casa eran policías. Porque si llegan a ser falangistas no sale vivo de allí. En un momento determinado del registro, los policías se quedaron solos con la niña. Por aquello de que los niños, en su inocencia, dicen la verdad. Realmente, reflexiones posteriores convencieron a la familia de que aquellos policías no sabían lo que buscaban. ¿Una emisora? ¿Habrían visto alguna? Preguntaron a Lilí si había en casa, en algún sitio, ‘algo con cables en una caja’...Tras poner la casa patas arriba se convencieron de que allí no había nada, por no haber ¡ni radio!
Cuando sonaba la sirena que anunciaba bombardeos Lilí con su madre y hermanos pequeños iban al refugio de unas monjas cercanas. Era verano y ese día la madre iba con un vestido de manga corta. Cuando la vieron las monjas, se persignaron y gritando (por las mangas cortas) ¡esto es peor que las bombas! los echaron de allí en pleno bombardeo. De nuevo hubo suerte y no pasó nada. Encontraron otro refugio en el sótano de una charcutería que estaba lleno de jamones colgados. ¡Toda una tentación!
La madre de Lilí tenía una salud frágil que la guerra debilitó. Tampoco se hacían entonces diagnósticos muy ajustados ni había medicamentos. La madre murió en 1942, el día del quince cumpleaños de Lilí. Los hermanos fueron a parar a casas de tíos en otra ciudad y ella se quedó de ama de casa, ¡adiós a los estudios! Pero lo que ella recuerda hasta hoy son las ‘colas’ para todo, a veces lejos de casa. Muchas veces las mujeres no la respetaban: ¡Que venga tu madre! ¡No tengo madre! Un drama que el tiempo fue suavizando, pero las marcas del terrible paréntesis de la guerra y postguerra quedaron para siempre ahí. Aunque no se vean por fuera.
Niños de Madrid. Familia con tres hijos, Pepe, Juan y Luis. El padre funcionario de bajo nivel, represaliado con pérdida de trabajo en el 39. Tuvo que recordar que de adolescente había aprendido el oficio de zapatero remendón y se puso a remendar zapatos en su casa. La madre a servir. El mayor de los hijos vivía con unos tíos desde antes de la guerra. Los otros dos contrajeron la terrible tuberculosis, probablemente en un campamento de verano de falange, ¡es lo que había! Hasta en el campamento pasaron hambre, pero también en casa. Todos sufrían de desnutrición. Al mayor de los pequeños le aplicaron neumotorax. Es lo que había. Durante años la enfermedad estuvo siempre latente, su salud frágil. Se casó a los veintidós años y tuvo un hijo. Cuando el hijo tenía apenas dos años, una complicación fulminante se le llevó al otro mundo a los veintiocho años.
El hermano pequeño tuvo una historia muy parecida. Tuberculosis en la adolescencia, mal curada, siempre latente. Se casó jovencísimo, tuvo tres hijos y a los veinticinco años, otra complicación fulminante se le llevó. La madre se quedó anonadada para siempre, el padre también falleció de tuberculosis..
El hermano mayor vive aún. Vive en el pasado. El pasó la guerra relativamente bien, los tíos fueron evacuados a Valencia. Estudió bachillerato en el Instituto Escuela y al final de la guerra regresaron a Madrid. Los tíos represaliados, destituidos de sus trabajos. ¡Se acabaron los estudios! Había que comer...y por tanto trabajar en lo que fuera. Otra historia truncada.
Otra familia. El padre óptico, la madre una inteligente mujer dedicada a la política de izquierdas. Directamente a la cárcel durante años, donde fue torturada salvajemente. El padre, un hijo y dos hijas pequeños fueron a vivir con unos tíos. ¡Qué hombre el padre, que sentido del humor en medio de su tragedia personal! ¡Qué esperanza compartida con muchos de que la derrota del Eje al final de la guerra mundial, barrería al franquismo para siempre! La decepción de lo que pasó después hundió para siempre en la miseria su confianza en el género humano. Con razón. Al cabo de unos años la madre salió de la cárcel. Estaban muy contentos, iban a regresar a su casa, que habían conservado. Ella salió. Había enloquecido con las torturas que había sufrido. La alegría se tornó en sufrimiento familiar. Y el sufrimiento llegó a su colmo cuando ella, en un momento lúcido, para evitar el sufrimiento a los que más quería se suicidó. Los hijos Víctor, María y Amelia siguieron con sus vidas, como tantos otros, había que vivir, pero ¿cómo olvidar la tragedia de sus padres, su propia tragedia?
La tragedia de Lola. Como tantos otros niños perdió a sus padres violentamente al final de la guerra civil, cuando tenía siete años. Perder a los padres, la ciudad, el colegio, el entorno, todo lo que había sido su mundo, puede que represente una pérdida mayor incluso que un exilio forzoso. En el exilio se conserva una ligera esperanza. En este tipo de pérdida, no.
Lola fue a parar a casa de unos parientes maternos. Si hubieran sido personas amorosas, acogedoras, las cosas hubieran sido muy diferentes. Pero eran gentes secas de corazón, también represaliados con pérdida de empleo, hostiles hasta donde no bastan las palabras. Lola tenía siete años cuando perdió todo lo que había sido su mundo sin esperanza de recuperarlo. Muy inteligente, la condenaron a no hacer estudios superiores. Fue una niña maltratada, torturada psíquica y físicamente, sin posibilidad de escapar del infierno durante mucho tiempo...
A los dieciocho años se fue, afortunadamente no la buscaron, pues entonces no se era mayor de edad hasta los veinticinco. Trabajó, sufrió penalidades, luchó, estudió cuando y como pudo. Pero las marcas de esa terrible infancia, consecuencia de una guerra que nunca debió de ser, aunque muy suavizadas, nunca desaparecieron por completo...
Supongo que podrían contarse muchas historias más, semejantes a las aquí reflejadas. Por eso me gustaría que esta publicación sirviera de llamada a personas que tengan historias que contar, historias sin voz. Aquí pueden tenerla, quizá puedan desahogarse de dramas que han estado guardados demasiado tiempo, haciendo daño hasta en el alma.
Memoria histórica. ¿Es que estas víctimas sin voz no tienen derecho a la correspondiente indemnización, por sus vidas arrancadas del curso normal y esperable que hubieran tenido si aquella maldita guerra no hubiera tenido lugar jamás?
