[historia de hacer, como los italianos, “all' amore”]
En realidad debió soñarlo, imaginarlo, puede que fuera una pesadilla que seguía recordando cuarenta años más tarde cuando, revueltos en el sudor y las sábanas de una tarde de primavera caliente como de julio, el hombre tumbado a mi lado me explicó que él había matado a Fritz Lang en un pasillo del Hotel María Cristina, en San Sebastián, Donostia, al lado mismo de Reina Regente 5, el hogar familiar, tantas historias escuchadas de boca de la abuela en tardes invernales sentados todos alrededor de una mesa camilla cuadrada con brasero y las bolitas de incienso que dejaba caer cada tanto para perfumar el ambiente, para borrar el olor de mantequilla caliente en las tostadas que acompañaban el té. Historias de esa misma Donostia tantos años atrás cuando la hermana de la abuela se enroló en la Cruz Roja Internacional para ir a la guerra mundial; cuando los hermanos de la abuela, que estudiaban ingenierías raras en Alemania, explotaban gatos en los tejados y paseaban con los ojos cerrados y los brazos extendidos por estrechas baranda de balcones y miradores; cuando Cándida y Modesta vendían regalos de plata y cristal de cuarzo en la tienda de abajo.
De pequeños todos deberíamos contar con alguien que se comprometiera irracionalmente con nuestro futuro. La abuela, metida en un escepticismo producto de haber vivido una guerra, la cárcel por monárquica y la escasez de una posguerra para la que nadie le había preparado, creía en nuestro futuro así, de forma irracional, creía que nos lo merecíamos tan solo por haber nacido donde lo hicimos, que habíamos llegado al lugar adecuado en el momento preciso. La abuela usaba pocas palabras, las justas; ponía nardos en un florero pequeño y colocaba el florero a la altura de su olfato. Tenía el dial de la radio parado en los conciertos de la “nacional” y escuchaba solo música clásica.
Me habló, pues, el hombre, de Donostia y del Reina Cristina y me llegaron olores de una infancia remota, sabores inolvidables de salsa de tomate y chipirones, visiones de la abuela haciendo bolillos junto a la ventana que caía sobre el jardín de Hermosilla 14 y de paseo al Retiro con una bolsa de migas para dar de comer a los pájaros; sonidos del patio donde chirriaba la cuerda de tender la ropa poniendo banda sonora a la novela de la siesta, acompañando a Concha Piquer y “Capote de valentía” (Era muy pobre en la vida...). Con los ojos cerrados le acariciaba mientras me hablaba aunque lo cierto es que estaba una vez más acariciando el pasado que llevo, perforado por antiguar heridas aun abiertas, cuajado de errores y amores equivocados, colgado del cuello como un escapulario.
Con la cabeza apoyada en su hombro, que es ancho y acogedor, escuchaba al hombre en sordina. Me hablaba del Festival de cine de San Sebastián, año 1976, cuando en la sesión inaugural se proyectó L'innocente, la obra póstuma de Luchino Visconti. Y, no puedo evitarlo, pero Visconti me remite de nuevo a la abuela, a sus maneras aristocráticas, sus gustos refinados, la increíble belleza de su juventud y el despliegue de linos, holandas, encajes y sombreros de ala que dibujan su cuerpo y sus rasgos en las fotografías (clichés de cristal sacados por el tío Benjamín, excesivamente pequeño y algo tullido, la cuota artística de la familia).
Y fue allí cuando, dice, el hombre mató a Fritz Lang. Pero en el relato hay algo que no cuadra: o no mató a Fritz Lang o lo mató antes del festival; porque aquel año el certamen se clausuró el 22 de septiembre y Fritz Lang fallecía el 2 de agosto en Los Angeles, supongo que de soledad, como todos. ¿O es que acaso lo mató meses antes, cuando el festival del '75, pero Lang -tozudo como era- se tomó casi un año para acabar de morir?
He indagado sin conseguir averiguar que hacía el austriaco Fritz Lang en San Sebastián, en cualquier caso no en 1976 sino puede que en 1975. Quizá, como yo ahora, iba dando un rodeo camino de Berlín y Viena para recuperar lo que quedara del pasado y despedirse de los lugares en donde un día fue feliz.
Le mató, me cuenta el hombre que tengo debajo, corriendo por un pasillo: el hombre cargado con sus cámaras de fotos, Fritz Lang con el parche negro en el ojo derecho y la expresión habitual, no se sabe si de mala leche congénita o reflejo del sufrimiento de todo un siglo sembrado de fascismos, dos guerras europeas y una civil en España; en fin, que un pasillo, un recodo y dos cuerpos que chocan. El hombre, dice, era joven ( y no solo lo dice, lo era, en 1976 el hombre era muy joven) y también era guapo, rebelde, airado, impetuoso, impulsivo, quería comerse el mundo, y Fritz Lang iba a cumplir 86. Así que quien cayó al suelo fue Fritz Lang. “Se levantó insultándome, dice el hombre. Al día siguiente lo llevaron a Los Angeles y después se murió”. Y lo dice como con sentimiento de culpa, como si fuera el secreto mejor guardado de la historia, como si hubiera cometido el crimen perfecto. Parece tan seguro como un volcán, soldado al corazón mismo de la tierra. Me aferro a él y a su relato para sentir esa seguridad del volcán. Me gusta como huele la piel de este hombre que ahora tengo encima.
No sé por qué pero pienso en Sebald, W.G. Sebald, escritor, que acostumbraba decir que había pasado la infancia y la adolescencia con el sentimiento de que le ocultaban algo (en la familia, en la escuela, en la propia literatura alemana) y que le había impresionado la historia que le contó Hildesheimer (regresado de Palestina para “recuperar el pasado” como traductor en los juicios de Nuremberg): “En una pequeña ciudad de la nueva Alemania, llena como todas las demás de personas que cometieron durante la guerra delitos que han prescripto y que llevan una existencia imperturbada rodeados de hijos y nietos, alguien empieza a llamar por teléfono, en medio de la noche, a ciudadanos respetables elegidos al azar. La voz sólo dice, en un susurro: “Han descubierto lo que hiciste”. ..Hasta que una noche suena el teléfono en casa de quien hacía esas llamadas y una voz anónima le susurra con satisfacción al intruso: “Han descubierto lo que hiciste”.
Y entonces caigo en la cuenta de que quizá el hombre ha sentido hoy la necesidad de contarme que mató a Fritz Lang porque ha escuchado esa llamada de teléfono que le llega desde la consciencia lejana. Porque quien sabe qué rumores, olores o sabores -los obreros trabajando colgados de las paredes del patio, una olla cocinándose tras alguna ventana, el helado de pistacho que acabamos de compartir- le han devuelto a San Sebastián, Donostia, 1976, a un festival de cine y un encontronazo en un pasillo que no coinciden con la versión real, impresa, pero qué importa, a fin de cuentas la única versión real admisible de los hechos es la forma en que uno los ha vivido.
O es quizá que ha leído y guardado en el subconsciente que el festival Super 8 2011, que está a punto de inaugurarse en A Coruña, comienza con la versión íntegra y con música en directo de la mítica Metrópolis de Fritz Lang, la primera película de ciencia ficción de la historia del cine. La copia restaurada del filme de 1927, que incluye 25 minutos inéditos de la versión original, apareció hace tres años en el Museo del Cine Buenos Aires y se estrenó en la Berlinale 2010.
Recuerdo yo haber leído en una publicación especializada. “La obra de Lang destaca por su retrato en negro de la civilización, que en sus trabajos en Alemania desarrolló desde una visión más lírica, mientras en su extraordinaria carrera en Estados Unidos predomina una mayor crueldad. Culto, riguroso, metódico, implacable, contradictorio, Lang firmó algunas de las obras más memorables de la Historia del Cine (Las tres luces, Los sobornados), concibió uno de los filmes más influyentes, espectaculares y fascinantes (Metrópolis), utilizó el sonido de modo ejemplar (El testamento del Dr. Mabuse), imponiendo su fuerte personalidad en todo momento, llegando a hacer imperceptibles sus continuos cambios de género... es probable que los mayores logros los alcanzara durante su última década, en los años 50. You and Me no pertenece a ningún género o movimiento, es una extraña mezcla de comedia, melodrama, film noir y película con canciones de Kurt Weill... En Secreto tras la puerta abundan frases del tipo: «todos hemos soñado alguna vez con matar» o «todos somos hijos de Caín».
Y puede que sea aquí donde el hombre que está dentro de mí se identifica con Fritz Lang, el personaje se convierte en autor como en Pirandello, el joven que era entonces mata al anciano tuerto y malhumorado que en realidad llevaba muchos años muerto porque en 1976 Fritz Lang era un creador acabado; el final artístico se había producido quince años antes, en 1961, con Los crímenes del Doctor Mabuse. La pérdida de la vista le incapacitó para siempre. «Hubo un tiempo en que todo lo que buscaba era una buena historia. Pero ahora todo tiene que parecer del tamaño del Monte Rushmore y con los actores en primer plano», decía Lang cuando ya no veía, cuando el parche en el ojo derecho era la última concesión a la coquetería de parte de un hombre que había conquistado el siglo a golpes de manivela.
No sé si el hombre tumbado otra vez a mi lado recuerda títulos de Fritz Lang, no sé si mientras me habla tiene presentes escenas y secuencias inolvidables: “En Mientras Nueva York duerme realiza un despiadado retrato del poder y la ambición humana al atraer la atención del espectador hacia la historia de los tres periodistas que luchan por ser el primero en descubrir la identidad del asesino y, por ende, conseguir el puesto de editor jefe de un influyente periódico de Nueva York. Es indudable que el dibujo del asesino y, más concretamente, de los fundamentos psicológicos y educacionales —dependencia materna incluida— que le llevan a transformarse en un ser antisocial, tiene un peso muy importante en la película... El ambiente de persecución y delación de la época maccarthysta está ahí, agazapado. Más de sesenta años después no parece que hayan cambiado demasiado las cosas”. Claro que no, de nuevo se impone el guiño de “good night and good luck”.
Y es entonces cuando el hombre que ahora me abraza cambia de discurso. Deja de dolerle Fritz Lang y empieza a dolerle la realidad de aquí y ahora, los hijos aparcados en las plazas (“Si no nos dejáis soñar no os dejaremos dormir”), la pasma que ya apunta otra vez maneras mirándoles desde la acera de enfrente, los amigos que cuando pierden las elecciones se quedan descolgados: “Ahora viene el pp y lo arregla todo. Ha prometido crear empleo; nuestros hijos quieren recibirle regalándole, como los reyes magos, sacas enteras de currículos”. También aquí toca decir ahora “buenas noches y buena suerte”.
Mientras, yo sigo leyendo a Benedetti (Página 12, 7 de julio de 1991): “¿Qué queda para las izquierdas en este mundo donde todos se desviven por ser centristas? En primer término, extraernos de la derrota y no olvidarnos de dejar en el fondo de ese pozo los dogmatismos, los esquemas, las rígidas estructuras que impidieron nuestro desarrollo y atrofiaron nuestros radares. Análisis no es obligatoriamente contrición. Después de todo, es preferible haberse equivocado en medio de la brega por la justicia, que haber acertado en la lisonja del Imperio. La verdad es que queda mucho, muchísimo por hacer, seguramente con otros métodos y argumentos, pero con la herramienta de siempre, que es el hombre. Cuando sentimos nostalgia del presente, del verdadero presente que merece la humanidad, sabemos que ahí no tienen cabida quienes lo falsean. Hoy nos hallamos frente a un presente adulterado, apócrifo; mas por debajo del mismo llega a vislumbrarse eso que en pintura se llama pentimento, o sea el cuadro primitivo, original. Nuestra nostalgia se refiere pues a ese presente-pentimento, a ese presente que debió ser, y está semioculto, cubierto por los barnices capitalistas, liberales, socialdemócratas. Lillian Hellman, cuando se rescató a sí misma de la pesadilla del macartismo, escribió: “El liberalismo perdió para mí su credibilidad. Creo que lo he sustituido por algo muy privado, algo que suelo llamar, a falta de un término más preciso, decencia”. ¿No será que la nostalgia del presente es también nostalgia de la decencia?”.
El hombre que ahora dormita junto a mí me cuenta entre bostezos que a un hermano de su padre le pegaron un tiro “por rojo” en la puerta de su casa, en Barcelona, “y ya eran los años cincuenta. No fue en la guerra, no fue una bala perdida, fue una venganza”. Escribía Martin Granovsky en 2010: “Un gran historiador francés experto en España, Pierre Vilar, muerto en 2003, recomendaba distinguir el apaciguamiento del conformismo, que alteraba los datos del pasado. Y como parte de ese conformismo refutaba en Sobre 1936 y otros escritos la idea falsa de que “todas las responsabilidades se reparten a medias”. Decía Vilar: “Yo comprendo que sea triste recordar que unos españoles han sido víctimas de otros españoles. Pero, durante cuarenta años, sólo se ha conmemorado la memoria de una clase de víctimas, los llamados ‘muertos por Dios y por la patria’. Y apenas sería paradójico decir que la primera ‘víctima del franquismo’ fue toda España”. Agregaba Vilar que “sin duda las víctimas del franquismo menos discutibles, aquellas de las cuales el franquismo fue claramente responsable, son los hombres y mujeres ejecutados fuera de combate y aquellos abatidos después de abril de 1939 ante los pelotones de fusilamiento, en virtud de la ‘Causa general’, palabras que definen bien un proceso de ideología y de clase”.
Mientras el hombre que duerme a mi lado sueña que ha matado a Fritz Lang, yo hago planes de vida y de muerte y pienso que cuando alguien se escapa “de las páginas del libro de mi vida “ (Vila-Matas, Extraña forma de vida) me entristezco “pensando que algún día yo también dejaré de andar por esa calle y otros vagamente evocarán mi rostro y se preguntarán que habrá sido de mi”. Fritz Lang duerme en algún panteón de hombres ilustres, se murió en una cama de hospital y nadie sabe que antes le había matado en San Sebastián el hombre que ha pasado la mejor de las tardes conmigo, que ha compartido cerezas y recuerdos alterados. También hemos hablado de los libros, el papel impreso que ya no quiere nadie, ni siquiera las bibliotecas de los pueblos remotos porque todo se está digitalizando. Y nos decimos que los libros, como los objetos acumulados, los instantes, los minutos, los días, conforman un todo sólido y armonioso, son “una vida”. Yo digo: “¿Y qué va a ser de ellos cuando me marche?”. El hombre, que se ha despertado de golpe y se sienta en las sábanas, me dice. “Me los llevo yo”. Y siento que una paz grande como la Puerta del Sol/lugar privilegiado de acampada me va impregnando toda.
Y es entonces cuando del fondo de la tarde sale por la cortina del armario el ciego Al Pacino, que me gusta mucho más que Dana Andrews, y me tiende una mano a la que me sueldo como si fuera un imán. Ahora quiero dejar de ser persona, quiero ser personaje, avatar incluso. Por eso, mientras el hombre que aun me quiere recoge las cosas desparramadas por el suelo, Alfredo, hijo de emigrantes, y yo bailamos hasta el amanecer (Alfons Cervera) el tango de Piazzolla y Ferrer que canta en la fonola el polaco Goyeneche .
