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Domingo, 30 de Diciembre de 2012

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Navegas por Tiempo libre Gastronomía Destino Madrid: comer en La Fuentada de Oteruelo y pasear luego

Destino Madrid: comer en La Fuentada de Oteruelo y pasear luego

OColis-LFO-alrededores

Octavio Colis

Resulta que fuentada es una unidad de medida muy sui genereis: toda la comida que cabe en una fuente de comida. Me parece que fue en una novela de Delibes en la que leí algo así como que “el muy bestia se comió él solo todo el conejo con champiñones que traía la fuentada”. Y oteruelo es un otero pequeño, no es que los haya grandes, sino que al estar aislado sobre un valle grande parece más pequeño de lo que en realidad es. Si el grande fuese el otero, como un cerro grande, el valle pudiera parecer vallejo; aunque son medidas y denominaciones todas ellas tan rurales como poco precisas, o quizá más que nada poéticas, de agrimensor poeta. Otero, oteruelo, cerro, cerrillo, cerruelo, vallejo…

Y esto viene a cuento porque el domingo pasado comí con unos amigos en el restaurante La Fuentada de Oteruelo; Enrique, Begoña, Dora y yo decidimos hacernos los madrileños domingueros y marcharnos a comer al valle del Lozoya. Nos dio el impulso, bueno, me dio a mí y convencí a los demás. Si no fuera porque (responsablemente) echamos de menos la lluvia y la climatología que debiera corresponder a estas épocas del año, podría decirse que hacía una mañana preciosa, de esas, precisamente, en las que aseguras presientes la inminente llegada de la primavera. La carretera estaba tan despejada como lo estaba el día, y en los rincones de las cuestas, camino ya de Rascafría, punteaban las florecillas rosas en las ramas oscuras de los almendros silvestres y verdeaba el pasto sobre los ocres de febrero, entre el envero de la maduración del verde fosilizado durante el invierno. Caballos, vacas, cigüeñas; siempre subiendo por suaves pendientes hacia las cumbres de Navacerrada, hacia el llano cerrado por la sierra madrileña. Y la luz de Madrid, casi siempre espléndida.

Durante el viaje, apenas una hora, noventa kilómetros según desde dónde cuentes, pero más o menos, Dora y Begoña juegan con lanas de colores en la parte de atrás del coche; conduce Enrique y hablamos de plenairistas, de don Aureliano de Berruete y su pariente Joaquín Sorolla, digo yo que animados por la luz madrileña y el día verdeando sobre el paisaje. Vemos a un grupo de jóvenes haciendo puenting sobre uno de los ojos de un viejo y precioso puente ferrovial que me hace recordar los del Piamonte camino de Bricherasio bajo el imponente muro azul y blanco de los Alpes. Quizá todo esto mucho más modesto, pero me acuerdo de esos parajes al norte de Torino. Llegamos al Pantano de Lozoya que nos sorprende a un nivel alto de agua para lo poco que ha llovido este invierno. Un azul ultramar muy claro, punteado por reflejos vivísimos, de luz viva de medio día.

Enseguida llegamos al pueblo Oteruelo del Valle, y aparcamos junto al restaurante, que está en la calle del Río número 3. Huele a leña quemada.

Grandes árboles pelados, algunos olmos muertos, aún en pie, invadidos por la vegetación rastrera que se enreda y eleva a través de la corteza seca y que acabará derrumbándolos; casas de piedra, sólidos muros, tejados de aguas inclinadas, aquí hace frío cuando hace frío. Sin embargo las cumbres de la sierra apenas tienen nieve, y el sol la va derritiendo muy deprisa. Años sin nieves, año sin bienes… Encima, esto… Y no se ve gente apenas, y esto otro, pues da gusto.

OColis-LFO-restauranteEl restaurante ocupa toda la parte de abajo de una casa de dos pisos de unos doscientos metros de planta. Tiene un aspecto agradable desde afuera y se entra por un patio empedrado, con mesa grande y sólida en un rincón bajo techado; un humilde plátano de Indias se eleva desde su alcorque en el centro del recinto. Hay gente tomando el sol con aperitivos. Hemos reservado mesa por teléfono y, ya dentro, nos indican un lugar junto a la chimenea. El dueño y cocinero del restaurante, Gabriel Cavestany, viene a saludarnos. El lugar es sencillo, pero de mobiliario recio y con gusto. Las paredes muestran acuarelas, infografías y dibujos de muy buena factura, y están cubiertas por un friso pintado de blanco mate -yo adoro los frisos por sencillos que sean- y hay buena luz natural, apoyada muy suavemente por lámparas discretas. Pido vino y me traen con él un aperitivo con aceitunas arbequinas y una especie de rollitos orientales de verduras crujientes con salsa de pimiento, delicioso. En un rincón, muy cerca de nuestra mesa, apilados junto a la chimenea, los troncos de madera de encina que arden también en el hogar y dan aroma al establecimiento. Gabriel, vestido con elegante traje negro de cocinero de toda la vida, pero muy moderno, nos aconseja el menú.

Como casi todos los madrileños, Gabi no es nacionalista, y en el menú de su carta están por eso tan presentes los ecos de la comida española e internacional casera, porque todos los madrileños se honran recordando el lugar de nacimiento de sus antepasados, y los platos que dicen eran de la abuela asturiana, riojana, andaluza, vasca, catalana, con la generosidad e inventiva de los internacionalistas. Por eso los “callos a la madrileña” son con garbanzos, por ejemplo, o sea, nada a la madrileña. La carta suele tener legumbres, varían según los días o la temporada, y hoy nos anuncia que ha guisado lentejas con sobrasada. Hay ensaladas con queso fresco, alcachofas hervidas, me parece que de la huerta murciana, son un poco grandes, creo yo, para que sean riojanas o de Tudela, y bebemos un buen vino madrileño criado durante un par de años en roble americano. El más caro que tiene en la carta es un reserva de Jumilla, tiene gracia que no sea de riberas de Ebro o Duero, como suele ser.

El restaurante -con capacidad como para más de cincuenta personas muy cómodamente instaladas- abre de viernes por la noche a domingo a medio día y se complace en esto que digo, en recordar la variedad de la comida de fogón español, de mimo de abuela (por eso hay croquetas de las de verdad). Después de los entrantes, Dora pide una carne (secreto de cerdo, dice en el menú) y le preguntan si quiere la guarnición de patatas asadas o fritas, y como duda cuál de las dos elegir le sacan un poco de cada; Bego y Enrique piden merluza y veo que viene junto a una salsa que Gabriel nos dice es de azafrán y sidra, muy buena pinta. Mis callos intercomunitarios están muy bien y casi no puedo terminar la cazuelilla. Tarta de manzana, tatin; bizcocho de chocolate, brioche; y sopa fría de chocolate y yogourt. Tienen licores y aguardientes también caseros. Es muy casera La Fuentada de Oteruelo. Y el menú suele rondar los 25 euros, con todo.

Salimos a dar un paseo por los alrededores, Enrique y Dora se adelantan y nos quedamos Begoña y yo por el camino de la parte de Swan, pasando entre fincas y establos a ambos lados del camino. Gallinas sueltas correteando, yo creo que esto de las gallinas sueltas nos da mucho desazón a los madrileños, por la falta de costumbre, supongo. Enormes ramas desnudas de árboles nunca podados, multiplicándose fractalmente hacia el cielo, cuarteando el azul madrid cuando miras hacia arriba. Begoña reflexiona sobre la bondad de los paseos y nos alegramos de haber tenido el impulso de venir aquí. Imagino todo esto en verano, con la flora tupida. Una finca con vacas, toros y terneros. Hacemos fotografías. Llegamos a un desvío hacia el pueblo que se inicia en una explanada en la que se alza una iglesia de pueblo, con espadaña, campanario y cigüeñas que crotoran al paso de los domingueros. Nos hemos perdido un poco, a través de los móviles nos reencontramos con Dora y Enrique, y seguimos de vuelta hacia la calle del Río. Otra vez hablamos de don Aureliano y don Joaquín, envueltos en paisajes, rodeados de hayas, robles, álamos, olmos podridos… ¡Qué buena idea la de Gabriel Cavestany de venirse aquí, con ese parque que le rodea… Oteruelos, vallejos y vacas… Casi todo para él solo…

Volvemos a Madrid ciudad con el sol y el oeste a la espalda, fluidos entre luces de coches, prometiéndonos volver pronto a La Fuentada. En primavera, en primavera estará precioso. Recuerdo a la familia Ulises, a los domingueros del TBO…

-¿Y por qué dices esto de las alcachofas?-, me pregunta Enrique.
-Ves, en estas cosas es cuando más se te nota que no eres de Madrid. A un madrileño, aunque fuera crítico gastronómico, que no es el caso, nunca se le ocurriría hacer semejantes salvedades y distinciones con las alcachofas...

Ya casi está anocheciendo, la temperatura ha bajado mucho, pero claro, es que estamos aún en febrero.

-Pues ya ves, le contesto, incluso creo también que es un poco pronto para que sean riojanas o navarras... y estén tan en su punto.

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Última actualización el Miércoles 29 de Febrero de 2012 00:51