En diciembre de 2012 estuve durante un mes en México DF visitando por primera vez a mi hermana que reside allí desde hace 22 años. Fue un sencillo viaje de descanso, por años postergado.
Carlos Schulmaister
En primer lugar, la ciudad de México DF está llena de museos por doquier, por lo cual la selección de cuáles se habrán de visitar se vuelve una tarea ímproba, especialmente cuando uno es un turista que tiene poco tiempo disponible; en mi caso, apenas un mes.
Si a ello se une la tremenda dispersión espacial de la ciudad y la obvia ausencia de esquemas espaciales internalizados mentalmente por mi, recién arribado por primera vez; además de mi falta de aptitud para utilizar el transporte colectivo (incluso en Buenos Aires) en ausencia de un automóvil a mi disposición, pero sobre todo por mi imposibilidad lógica de conducir en aquella gigantesca ciudad; y ni hablar del costo que supondría manejarme con taxis particulares; todo ello hacía suponer de antemano que mi agenda museística habría de llenarse con pocas pero emblemáticas instituciones a visitar.
¿Cuáles son esas instituciones emblemáticas desde la mirada de un recién llegado que desconoce más que lo que conoce de aquella gran Nación? Pues no lo diré, deliberadamente. Primero porque mi juicio es muy vulgar y ligero al respecto, y segundo porque a ningún mexicano le cae bien que un argentino hable como tal de su patria (la del mexicano), es decir, como si supiera de lo que habla…
Por lo tanto no mencionaré ningún nombre. Gracias a Ana María, una amiga de mi hermana Mónica, pude visitar el museo más grande, el más famoso, y supuestamente (debido a mi ignorancia del tema) el más calificado técnica y científicamente.
No teniendo fresca la historia precolombina de México y menos aún un mapa arqueológico en mi mente, me encontré con ausencia de cronología y de mapas geográficos de las diversas culturas allí representadas. Más aún, la cartelería no estaba pensada con sentido educacional (no sólo de escolares y estudiantes sino de los diversos públicos que suelen visitar museos). Si esto es grave para los nacionales, que de alguna manera van armando sus esquemas histórico-culturales geográficamente situados gracias a su recorrido por el sistema educativo, imagínese cuánto más grave ha de serlo para los turistas, habida cuenta que el grueso de éstos no suele ser especializado en estos temas.
Por eso me hallé perdido en una sala, y en otra y en otra. Faltaba una guía de ruta a seguir pensando en aquellos que, como yo, conocen o recuerdan poco o nada del poblamiento inicial.
También experimenté otras sensaciones que nunca había tenido en las visitas a museos de Argentina. Por ejemplo, me impactó la abundancia de piezas arqueológicas, el buen estado en que se hallaban, la prolija organización de las series y sobre todo la gran magnitud y volumen de muchas de ellas, agigantada por la monumentalidad del edificio del museo, con sus paredes y techos altísimos.
Todo ello me produjo una impresión de espectáculo más que de espacio para explorar y bucear, como me gusta que sean los museos. Por consiguiente, las piezas arqueológicas y yo estábamos frente a frente pero como si estuviéramos en dos espacios distintos, y en dos tiempos distintos. Aquellas piezas ya no parecían reales. Y entre ellas y yo había una distancia que no podía desandar ni intentando leer los consabidos carteles o data, como allí se dice. Es que la grandiosidad de las piezas las sustraía a mi posible interrogatorio, pues me paralizaba.
Y así era en una sala y en otra, experimentando la conocida saturación visual y agotamiento mental que había estudiado en museología y que ya había experimentado en museos de Argentina. Hasta que no aguanté más y le dije a mi encantadora cicerone que por favor saliéramos de allí -por más que restaban muchas salas por recorrer- porque me sentía como creo que se sienten los que sufren de claustrofobia, aunque sin saber a ciencia cierta cuáles eran esos síntomas.
Una vez en el patio intenté explicarle qué era lo que me sucedía. Le hablé entonces de la indiferencia que me producían esos restos arqueológicos. Entre ellos y yo existe una distancia real tan grande que no tiene ningún sentido revisar una a una todas las series existentes en el museo, ni tampoco ir rellenando lagunas de conocimiento. Si esto último tenía sentido sesenta años atrás era cuando la Enciclopedia, pese a sus numerosas zonas erróneas, también tenía sentido en la ordenación intelectual de nuestro mundo, o quizá deba decir de mi mundo, pero no es demasiado importante la diferencia.
Por de pronto -le explicaba- siento un revoltijo de tripas cuando leo o escucho las legitimaciones discursivas que hacen actualmente algunos voceros del culturalismo indigenista latinoamericano para justificar los crueles sacrificios humanos de los aztecas mediante el recurso al presunto honor que ese destino supondría en las futuras víctimas. Ese tema merece todo mi rechazo más visceral. A la vez, comprendo el carácter ideológico de ese maquillaje intelectual toda vez que comparo cómo sí podemos repudiar (y hasta resulta obligatorio hacerlo) los crueles sacrificios humanos de niños al dios asirio Baal. Pero en ningún manual existe referencia a los veinte mil niños sacrificados en un solo día en la cima de la pirámide tal o cual por los aztecas.
Es cierto que la división de la Historia en eras y edades ha convertido a los hombres de la prehistoria en extraños para nosotros, los hombres de la “historia”, siendo que entre ambos no existe cesura alguna de ningún tipo. De modo que un acto reparador de esta errónea percepción debe ser, sin duda, reconocernos en ellos. Somos una sola familia histórica, sobre todo, o también, porque en los primeros tiempos de la humanidad no había referencias territoriales ni espaciales ni registros de nativos ni de entrada y salida de inmigrantes, en ninguna parte del planeta.
Sin embargo, lo que da sentido a la aventura humana y permite de algún modo disipar en parte sus arcanos es aquella idea que más de medio siglo atrás mi generación y yo en ella rechazábamos con inagotable petulancia como ignorancia: la idea de progreso. Y si bien hay que reconocer que no existe un progreso lineal en todos los aspectos simultáneamente, es preciso reconocer que el hombre actual (me refiero al hombre desde el cristianismo hasta hoy) ha avanzado, no sin retrocesos, en la creación de un marco normativo y valorativo que pese a todos sus defectos es claramente inclusivo de toda la humanidad en las escalas en que este término queda referenciado actualmente.
Lamentablemente, la Globalización no nos satisface completamente aún, quizá no tanto por lo que trae sino por lo que aún le falta: o sea la Globalización Ética, la gran ausente. En los planos económico, financiero y político la Globalización ha transformado en pocas décadas el mundo, pero la ausencia de una globalización ética tiende a sustraer y degradar los avances de aquellas.
Para abundar en este planteo quiero significar que no comprendo bien cómo es posible que los mismos cristianos sean inflexibles críticos de la Iglesia Católica, apropiadora del mensaje cristiano y con horribles manchas y culpas, pero no lo sean con los sistemas genocidas y autoritarios de los tiempos contemporáneos así como tampoco con los las culturas llamadas originarias. Obviamente, eso es obra del relativismo cultural.
Por ende rechazo a priori el relativismo cultural cuando se utiliza no para conocer sino para justificar lo injustificable. Especialmente rechazo el relativismo moral. Y ese relativismo moral está presente en gran medida en los museos.
Obviamente, alguien podría decir que las teorías que no sirven no son culpables de nada sino que los verdaderos culpables son aquellos hombres que las piensan y utilizan para fines nefastos. Generalmente quienes sostienen ardorosamente teorías totalizadoras no suelen tener completa coherencia entre ellas y sus diversas prácticas. Claro que es así. Por ejemplo, cuando a los niños, a los jóvenes y a los adultos se les pide que se identifiquen con un hombre del Antiguo Egipto, la gran mayoría lo hace con los faraones, su familia o sus altos servidores palaciegos. ¿Por qué será? Amamos la cultura egipcia antigua, tomamos mucho de ella para el acervo de la cultura occidental, pero nos es indiferente la esclavitud allí existente. Y sólo nos ponemos mal, y nos duele, cuando se habla de la esclavitud en los EE. UU., o en los tiempos de Martin Luther King, que es cuando las luchas por los derechos civiles (¡otro eufemismo!) nos caen “románticas”.
De modo que, por más que todos seamos descendientes de hombres crueles, y ellos sean entonces miembros de nuestra familia junto con algunos hombres buenos, lo humano del género es tanto la existencia del mal como la del bien, pero mucho más lo es el acuciante desafío por la autosuperación ética. Y esto muy a menudo se pierde de vista.
De ahí, entonces, que rechazo justificar presentes por culpa de los errores y desatinos del pasado, por más que exista razón y justicia para hacerlo. Porque lo único que salva al mundo no son las palabras ni los mensajes, sino la acción que se da en consecuencia de aquellas.
Finalmente, he amado el pasado histórico como campo de conocimiento, he creado bibliotecas y un museo, y sin embargo no frecuento ya esos ámbitos. La historia es ambivalente, inútil y hasta peligrosamente útil según quiénes, cómo y para qué la frecuenten. Las bibliotecas están llenas de libros que hablan de hombres que ya no existen, para otros que son distintos a los que inspiraron a sus autores, pues los libros también se vuelven anacrónicos, y la mayoría de los que se publican no se leen, pese a que son comprados y regalados cada vez más. Y los museos se ven una sola vez en la vida, y se huye de allí para nunca más regresar. Claro que he generalizado mucho, pero no arbitrariamente.
Por otra parte, ¿por qué no se pueden cambiar los nombres de las calles, las plazas, y las obras públicas? ¿Por qué hay que ponerlos a perpetuidad? ¿Por qué los hombres de una época pueden impedirle a los de épocas posteriores revisar esas denominaciones? ¿Por qué los viejos y a menudo perimidos puntos de vista de los muertos, ilustres o anónimos, ha de considerarse superior a los de quienes hoy están vivos?
No puede haber sacralización de algunos, porque los hombres no son sagrados, aunque metafóricamente podamos decir que los hombres deberían ser sagrados para los hombres.
Lo que vale es vivir (con el ejercicio real de todo lo que ello implica).
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Perdón, pero este artículo es un continuo de lugares comunes de aberrante tendencia racista. Claro, revestido de posculturalismo intelectualoide. Amén que no pueda esconder ni su deseo de universalismo (¿qué es eso de la globalización ética?) ni el implícito sesgo patriarcal de la misma