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Domingo, 4 de Noviembre de 2012

Actualizado08:33:16

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Diatriba de Quito en favor de su periferia

I*

—Quito es más neurótica que Bogotá (...) Si (Augusto) Barrera fuese alcalde en mi país, los medios le darían palo todos los días—sentenció Omar Rincón, comunicólogo y crítico de televisión colombiano, hace un año. Fue un mal presagio. Con clima y topografía similares, su distrito capital –santafesino– sortea mejor las peripecias urbanas que el nuestro –franciscano– a pesar de tener cinco millones más de habitantes.

No es novedad. Vaciada de ciudadanía, la ciudad serrana carece de lugares de encuentro (la gente solo se concentra en la zona –roja y rosa– del barrio La Mariscal para la vida nocturna) y padece la violencia como una crisis cotidiana (se acostumbró al roce y al insulto en el transporte público, a la puteada general entre bocinazos sobre las calles concurridas, y, a las reacciones catárticas de choferes contra peatones)

Los fines de semana Quito es desolada y vacía; los días laborables está viciada por la inmovilidad, el tráfico, la aglomeración, el esmog y la delincuencia. Es un escenario de callejuelas estrechas y terreno sinuoso digno de compararse con el purgatorio pero, durante septiembre de 2012, se convirtió en una recreación criolla del apocalipsis, un infierno rodeado de incendios forestales con un extremo temporal seco como telón de fondo.

Si el 30-S (día de la protesta policial en contra del gobierno de Rafael Correa en 2010) los capitalinos se conformaron con sacar a los guaguas (niños) de la escuela y ¡allá que se maten! dos años después tuvieron que soportar unidos, revueltos, los veintiocho grados Celsius que los asolaron como balas caídas del cielo. Por la nula humedad que caracteriza al calor interandino esta época no es comparable a la Costa ni a su desenvoltura. Lo que, junto al curuchupismo (conservadurismo) y mojigatería, hace a este lugar insoportable, sofocante.

Otra barrera quiteña es el hecho de que los nativos de la ciudad –otrora llamados chullas– creen tener derechos exclusivos sobre los espacios públicos. A pesar de que, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos, el treinta y cinco por ciento de la población nació fuera del cantón –es chagra– hay quienes creen que hay que nacer en la urbe para pertenecer a ella.

Pero a Quito los inmigrantes internos y su desconocimiento de las costumbres citadinas (agresividad, malgenio, impuntualidad) le dan color. Eso explica que muchas personas esquivaran el fuego septembrino de este año viajando a las parroquias rurales de la periferia. Volviendo a la llacta, a lo que consideran sus raíces y dejan de lado al permanecer en el averno urbano.

* * * * *

En los pueblos que el poder denominó “ciudades satélites” –irrisorio porque apenas están urbanizándose– la vida transcurre lentamente. Muchos lugareños se levantan antes de que amanezca ya que deben hacer largos viajes para llegar a sus trabajos o lugares de estudio. (Solo un tramo de la vía Interoceánica, al nororiente de la provincia de Pichincha, cruza Cumbayá –donde vive, amurallada, la gente con más plata de Quito–, Tumbaco, Pifo, Puembo, Yaruquí, Tababela y Checa)

Son comunidades variopintas que comparten costumbres y ritos, como tener devoción a un santo, virgen o Cristo específico y conmemorarlo una vez al año, adicional a las fiestas de parroquialización que se dan durante varios fines de semana a lo largo de casi un mes.

En septiembre Yaruquí y Tababela están de fiesta, respectivamente. Los festejos incluyen desde peleas de gallos hasta elección de la reina. Hay desfiles y comparsas, procesiones, misas, quema de castillos y chamiza, juegos pirotécnicos, pase del chagra (desfiles de jinetes) y toros de pueblo. Todo termina en verbenas que amenizan las bandas de pueblo locales con música popular, parecida al fandango español, que –por su complejo– los chullas solo bailan cuando están chumados, cuando aceptan su matriz indígena.

El mestizaje está latente en las familias y amigos que se dan cita en la plaza central (en esta parte de la serranía ecuatoriana aún es costumbre saludar a los desconocidos, resolver los problemas en conjunto, organizar la vecindad); la comunidad contrasta con el cosmopolitismo capitalino que no constituye garantía alguna para el debate, diálogo o alguna identificación –ya no hay identidad– amistosa e incluyente.

II

La vida de barrio es precaria en la capital del Ecuador. Sobresalen las canchas de fútbol, básquet y ecuavóley (una modalidad autóctona del vóleibol); las aguardentosas cantinas del Centro Histórico; y, las huecas que incluyen mercados tradicionales y algunos restaurantes clandestinos.

De sabores y olores

El almuerzo quiteño es una tortura dietética. Como para extremar el peor día de la semana, es común encontrar sopa de arroz de cebada en el menú de cada lunes. Por eso, quien respeta el paladar debe invertir en “platos a la carta” entre los que se pueden encontrar manjares como:

- Caldos de: 31, tronquito; gallina, menudencias; pata; y, morcilla –a veces acompañado de menudo–.

- Locros: solos, con queso; de cuero; y, yahuarlocros.

- Secos: de chivo; de pollo –asado o estofado–; librillo, guatita, churrascos, y, apanados.

- Hornado, fritada, o, papas con cuero.

(En las parroquias la carnicería se extiende en una rica variedad de presentaciones para el cuy y el conejo: asados, a la paila, estofados o en locro).

Pero el aroma de la comida típica se pierde en el olor fúnebre del río Machángara, hedor a flores marchitas de tumba que desentona con el incienso y el chagrillo (centenares de pétalos multicolores) que le lanzan a la virgen sus fieles parroquianos en procesión. En Checa lo hacen por el día de las Mercedes, a mediados de septiembre. Son ritos y tradiciones que recuerdan 'El Laberinto de la Soledad' del mexicano Octavio Paz,

donde los Cristos ensangrentados de las iglesias pueblerinas, el humor macabro de ciertos encabezados de los diarios, los “velorios”, la costumbre de comer el Dos de Noviembre panes y dulces que fingen huesos y calaveras –“guaguas” enteras en nuestro país–, son hábitos, heredados de indios y españoles, inseparables de nuestro ser.

Nuestro culto a la muerte es culto a la vida, del mismo modo que el amor, que es hambre de vida, es anhelo de muerte. El gusto por la autodestrucción no se deriva nada más de tendencias masoquistas, sino también de una cierta religiosidad.

De sonidos y colores

Mientras el ruido ensordecedor de los aviones cae sobre la oscura metrópoli, cerca del aeropuerto aún no inaugurado brilla melodioso un reflejo de antaño. En Tababela apenas se oyen voces de chagras y relinchos. Hombres que cabalgan con las huascas enrolladas del pomo de sus monturas hasta las tarabas, rozando sus botas, enredándose en las espuelas con que pican a la cabalgadura –árabe o andaluza– para vencer el viento a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Pero las ascuas y brasas opacaron este escenario de western criollo, hace unas semanas.

Por obra de manos ofensivas y del cambio climático, las llamas arreciaron en abismos recónditos y bordes de quebradas. Allende los márgenes de un lugar que Jorge Velasco Mackenzie retrató –en su 'Tatuaje de Naúfragos'como el valle de la muerte pero en la altura, donde una mano de gigante se agarra de la montaña para salvarse: la ciudad vigilada por el volcán que suelta fumarolas iguales a las que despiden fogatas inusitadas desde los cerros, este septiembre.

Grisuras sofocantes

Hace algunas décadas, los hogares serranos en que alguien moría eran reconocibles por un lazo negro, grande, que se ponía sobre sus puertas. Era una señal de luto que aún se preserva como tradición en Checa. Una familia colocó la lóbrega insignia encima de un dintel amarillo, flanqueado por ladrillos pintados de rojo y blanco. El contraste que formaron estos colores se parece al que apareció, muy cerca de ahí, el día en que las llamas llegaron desde Yaruquí.

A mediados del mes pasado Pedro, un campesino del lugar, sacaba con premura un colchón, una televisión, y, una decena de camisas y jeans vaqueros mientras las ramas de un árbol encendido golpeaban su techo. La desgracia parecía inevitable. Pero una hora después este anciano veía sosegado cómo las llamas se alejaban por obra de la caprichosa ventisca que las avivó. Él no perdió su casa a pesar de que, en los últimos noventa días, los incendios destruyeron casi cuatro mil hectáreas de vegetación en Ecuador.

* * * * *

En la carretera, se escuchan rumores de que varias personas se han suicidado lanzándose al río Chiche desde el puente que une a Quito con las parroquias nororientales. Es irónico, pero el fin voluntario de muchos podría estar en medio de la vía que conduce al campo (símbolo de la esperanza) lejos del asfalto, los muros y la desolación.

Hay tragedias inevitables –como los desastres naturales– pero la marginación es un vicio que se pueden extirpar precaviendo sus mortales efectos.

@lffonsecal

*Este artículo fue publicado en dos entregas, los días cuatro y cinco de octubre, en la edición digital de http://gkillcity.com

Comentarios (1)Add Comment
0
Sinceridad
escrito por Ronald, noviembre 01, 2012
Me parece que esta muy bien todo esto, solamente se dice lo que pasa aunque a ciertas personas no les guste

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busy

Última actualización el Miércoles 31 de Octubre de 2012 04:10