Mercedes Arancibia
En “su casa” del otro lado de la estratosfera, el eterno bebé que es E.T. derrama sin parar lágrimas secas; en algún otro planeta perdido, Alien, el octavo pasajero, detiene por un momento las maldades encadenadas y dedica un pensamiento a su creador; los restos de uno de los varios King-Kong que nos han estremecido desde la gran pantalla, en concreto el de 1976 de Gullemin, que alcanzaba doce metros en altura, se han estremecido en la sepultura de alguna selva remota. Porque ha muerto Carlo Rambaldi, creador de “criaturas” quiméricas, casi dios.
Con él desaparece “no solo uno de los artesanos con más talento del cine, sino un auténtico brujo”, leo en alguna parte. Pintor, escultor, maestro del bricolage, ha contribuido a revolucionar el séptimo arte dando vida a las criaturas que siguen apareciendo en nuestros sueños adultos.
Tenía 86 años, era un italiano del norte, de Ferrara, la tierra –dicen- de los hombres que mejor piensan y las mujeres más liberadas. Empezó su carrera como geómetra; la ha terminado como uno de los mejores creadores de efectos especiales de toda la historia del cine. Antes de pasarse a Hollywood ya lo había conseguido con Marco Ferreri, Pier Paolo Pasolini, Mario Monicelli y Dario Argento. Después le buscaron De Laurentiis, Mankiewicz para Cleopatra, Huston para La Biblia…
“Era el Gepetto de ET”, su padre claro, ha dicho Steven Spielberg, el otro padre. Era el genio de la mecatrónica, esa disciplina a la que tienen acceso solo unos pocos privilegiados que transforma la materia a base de combinar mecánica, electrónica e ingeniería, pero presumía de ser un artesano: “Soy un creador de actores mecánicos, que no existen en la realidad.Lo que me interesa es la combinación entre mecanismo, forma y reproducción del movimiento”
Ahora, ET, Alien y King Kong son tres Oscars almacenando polvo en alguna estantería de un lugar perdido en Calabria, donde Rambaldi había decidido encontrarse con el final de sus días.
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